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H. Calvo. “Europeo, no hay Europa, se hace Europa al andar”

Héctor Calvo

Licenciado en Derecho y Ciencias Políticas (UAM)

Becario ICEX en la Oficina Comercial de España en Toronto


La vertebración de una identidad europea a través de sus valores democráticos se convierte en una necesidad dentro de un mundo polarizado.


Cuando pisas por primera vez la plaza Schuman de Bruselas, tu mirada oscila entre las obras que se extienden por doquier y las enormes figuras de los edificios que se recortan contra el cielo gris belga. No hay grandes rascacielos, ni la arquitectura es particularmente bonita. A pesar de todo, el edificio Berlaymont impresiona. La figura de la emblemática sede de la Comisión, más que a una estrella, recuerda a una descomunal ballena varada, dentro de la cual miles de “pinochos” y “jonases” circulan dentro del infinito entramado de oficinas. Un poderoso y temible leviatán burocrático con el que más de un euroescéptico tiene pesadillas por las noches.


A veces ese tiempo gris de la peculiar y fascinante Bruselas se traslada al ánimo de los europeos cuando piensan en sus instituciones comunes. Por mucho esfuerzo que ponga la Unión en crear webs completísimas, llenas de estadísticas y datos sobre sus actividades, la maraña de pasillos bruselenses sigue siendo excesivamente densa para el ciudadano europeo medio.


El Parlamento europeo, ese gran desconocido.


Según el Eurobarómetro de otoño de 2013[i], el Parlamento europeo es la institución de la Unión más conocida por sus ciudadanos, con un 89% de encuestados que afirman “haber oído” hablar de ella. Se encuentra por encima del Banco Central (82%), la Comisión (82%) o el Consejo (69%)[ii]. Sin embargo, cuando se pregunta a los ciudadanos sobre la afirmación “Los miembros del Parlamento europeo son directamente elegidos por los ciudadanos de cada Estado”, sólo un 54% acierta a decir que esta aseveración es correcta, mientras que un 29% señala que es falsa y un 17% no sabe o no quiere contestar. Dicho desconocimiento no puede achacarse a una posible menor familiaridad con el funcionamiento de la Unión de los miembros más recientes: los países con menos de la mitad de respuestas acertadas fueron Francia (44%), Países Bajos (44%), Italia (47%), Alemania (47%) y España (49%).


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Al menos los europeos son sinceros. En la misma encuesta, un 47% afirmaba que no entendía el funcionamiento de la Unión Europea, frente a un 50% que consideraba que sí lo hacía. Y no puede decirse que sea culpa suya. Aun tras la simplificación que supuso el Tratado de Lisboa, el sistema de check and balance que mantiene el complejo equilibrio entre 28 estados soberanos sigue siendo un jeroglífico.


No es objeto de este artículo destripar lo que ocupa decenas de páginas en la mayoría de manuales académicos[iii]. Por ello, vamos a conformarnos con la versión muy simplificada, según la cual, la Comisión ostenta un poder ejecutivo independiente, al margen de los Estados miembros, mientras que el Parlamento y el Consejo (en sus dos variantes) ejercen de modo conjunto el poder legislativo: el primero en representación directa de la población; el segundo, en la de los Estados, que indirectamente también representan a su población. El número de votos correspondiente a cada Estado en ambas instituciones depende de una serie de ecuaciones fundamentadas en su población y en la protección de minorías disidentes, fórmulas plasmadas en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea y fruto de costosas negociaciones.


Esta bicefalia legislativa nunca ha sido simétrica. El Consejo siempre ha sido el gran protagonista del proceso por el recelo de los Estados miembros para ceder soberanía ante un parlamento multinacional menos controlable. Sin embargo, con la aprobación de los diferentes tratados, el Parlamento cada vez ha ido ejerciendo un rol más decisorio y menos consultivo. El proceso legislativo ordinario, que equipara el poder del Consejo y el Parlamento en la aprobación de una norma, se extiende a un gran número de temas, como agricultura, comercio, transporte, energía, consumo o medio ambiente. En la aprobación de los presupuestos, el beneplácito del Parlamento es ineludible. Asimismo, el presidente de la Comisión es nombrado por el Parlamento, y su equipo debe contar también con su aprobación.


Por contra, en políticas tan esenciales como interior y justicia, o exterior y defensa, su acción es mucho más marginal. Las decisiones en torno a la Unión Económica y Monetaria acaban siendo tomadas entre el Banco Central Europeo, el Sistema Europeo de Bancos Centrales, el Eurogrupo, el Ecofin, y el Consejo Europeo. Tampoco se puede olvidar que el poder el Parlamento europeo, al igual que el del resto de las instituciones, está limitado por las propias competencias de la Unión frente a los Estados miembros, que se hallan muy lejos de ser absolutas.


Con todo este embrollo, no es de extrañar que la actividad del Parlamento europeo pase tan desapercibida ante los medios y que sólo aparezca en las noticias unos meses por lustro, durante las elecciones, generalmente con poca intensidad y en clave nacional: ¿Quién será cabeza de lista nacional de PP y PSOE en las elecciones? ¿Marcarán estos comicios el fin del bipartidismo en España? ¿Habrá crisis de gobierno cuando se conozcan los resultados?


Todo ello lleva a que la indiferencia se apodere de los europeos cuando les toca trasladarse a las urnas para decidir la composición de su institución más representativa. Las primeras elecciones se celebraron en 1979, con una participación del 62%[iv]. En veinte años, el número de votantes ya había bajado del 50% y una década más tarde, se situaba en el 43%. Curiosamente, cuantos más poderes concentra el parlamento europeo, menos parece interesarle su devenir a sus ciudadanos.


La crisis económica no ha hecho sino acentuar la sensación de que las instituciones no saben reaccionar en los momentos críticos y son las reuniones entre jefes de Estado y de gobierno las que marcan realmente la toma de decisiones en la Unión. Como indica Ignacio Molina, profesor en la Universidad Autónoma de Madrid, “al final, después de unas elecciones, al ciudadano no le queda claro quién manda en el Parlamento europeo, pero sí sabe que sea quien sea el que mande, no tiene influencia sobre Merkel”[v].


La Europa invertebrada


Es cuando vives fuera del continente, incluso en un país relativamente similar como Canadá, cuando más cuenta te das de lo que la Unión Europea ha logrado durante estas décadas. Al esperar la cola para cruzar la frontera con Estados Unidos, tienes mucho tiempo para recordar lo sencillo que era antes volar a más de una veintena de países distintos. Al ver cómo la distribución de bebidas alcohólicas está controlada por monopolios públicos provinciales, con precios inflados e interminables trabas a la importación, te ríes ante las menudencias que se debatían en el Tribunal europeo de Justicia por el caso Cassis de Dijon[vi]. Por no hablar de otros logros que no diferencian la Unión Europea de Canadá concretamente, pero sí de otras zonas del mundo, como son sus valores democráticos o su calidad de vida.


A pesar de sus múltiples defectos, Europa está todavía bien considerada en el extranjero. En 2013, según el sondeo Country Ratings Pollvii que realiza la BBC anualmente en 25 países (sólo 6 dentro de la UE), la imagen de la Unión Europea era positiva para un 49% de los entrevistados, y negativa para un 25%. Estos datos son bastante positivos, si valoramos que la organización internacional se encuentra en uno de sus momentos más bajos de popularidad. Los datos son particularmente buenos en países del África subsahariana (Ghana, Kenia o Nigeria), de Sudamérica (Chile, Perú, Brasil) y en otros como Corea del Sur o Canadá.


Fuera todavía se asocia a Europa con historia, cultura, desarrollo, sofisticación y calidad de vida. No obstante, si hubiera que escoger un solo rasgo definitorio, del que todos los países de la Unión pueden sentirse orgullosos, sería su modelo de democracia liberal. Vaclav Havel[viii], líder de la transición democrática en la República Checa, repasaba hace más de una década cuáles son los valores europeos más claros: “respetar las libertades únicas del ser humano y de la humanidad, sus derechos y su dignidad; el principio de solidaridad; el Estado de derecho y la igualdad ante la ley; la protección de las minorías, las instituciones democráticas; la separación entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial; el pluralismo político, el respeto de la propiedad y de la empresa privadas; una economía de mercado y la promoción de la sociedad civil”.


A pesar de que la mayoría de estos valores están interiorizados en el imaginario de la Unión Europea, parece que a los Estados miembros les cueste más profundizar en sus mecanismos de legitimidad democrática que en los más puramente económicos. Según Araceli Mangas, profesora en la Universidad Complutense de Madrid, “no se necesitan nuevos tratados ni modificar la irremplazable tela de araña institucional sino cumplir las normas existentes y recuperar los equilibrios perdidos”[ix]. Sin embargo, considero que un cambio de las instituciones hacia una simplificación estructural y un refuerzo de los mecanismos de elección directa, sí que resultaría beneficioso para atraer de nuevo al ciudadano a Europa.


Una posible vía de reforma podría consistir en la instauración de un sistema legislativo bicameral más tradicional. Este podría componerse de una cámara baja con competencias globales, y de una cámara alta, producto de la fusión formal del Consejo y el Consejo Europeo, que contara con un poder más limitado, de revisión normativa y veto para determinadas cuestiones. Mientras los representantes de la cámara baja (Parlamento) serían elegidos de forma directa de mismo modo que hasta ahora, los de la cámara alta (Consejo) podrían ser representantes de los gobiernos de los Estados, en un estilo similar al del Bundesrat alemán, o de sus parlamentos nacionales, composición que no difiere tanto de la actual.


Un cambio de estas dimensiones implicaría una reforma de los tratados bastante quimérica, no tanto por la instauración formal de un legislativo bicameral, que ya existe de facto, como por las fuertes limitaciones que supondría para los poderes del Consejo, el cual quedaría a rebufo del Parlamento. Sin embargo, si se lograra asimilar más la estructura de la Unión a la de un Estado federal clásico, por mucho que sus competencias fueran inferiores, se mejoraría la comprensión del ciudadano sobre su funcionamiento y se controlaría mejor su gestión. Esto revitalizaría el debate sobre las políticas europeas, aumentaría la involucración del ciudadano en las instituciones, unificaría el discurso de la Unión y reduciría el respaldo hacia el mensaje de los grupos antieuropeístas, ahora en ascenso.


“Los europeos no existen”[x], ha señalado precisamente el euroescéptico holandés Geert Wilders durante la presente campaña electoral. No obstante, depende de su existencia que el viejo continente mantenga su peso en un foro internacional cada vez más polarizado en potencias de gran tamaño (Estados Unidos, China, India, Brasil…), y desplazado hacia el Pacífico. “Si, hasta hace poco tiempo, Europa prestó tan poca atención a su propia identidad” -continuaba Vaclav Havel en julio de 2000-, “se debió a que, equivocadamente, se veía a sí misma como si fuera el mundo entero o, al menos, se consideraba a sí misma como muy superior al resto del globo, de modo que no sentía ninguna necesidad de definirse a sí misma en relación con los demás”.


La situación ha cambiado. No es realista augurar ningún desaire hacia una entidad que engloba más del 23% del PIB mundial[xi], y aún menos cuando cuatro de sus miembros (Alemania, Francia, Reino Unido e Italia) se sitúan entre los diez primeros países del mundo según la misma variable. Sin embargo, hace cinco años la primera cifra ascendía a casi el 30%, y España se incluía en tan selecto club. Las actuales tasas de crecimiento no prevén un cambio en la tendencia, y las potencias emergentes parecen cada día más reacias a lidiar con la tradicional disonancia de voces dentro de la Unión.


El proyecto europeo quedaría convertido en una huida hacia delante. ¿Es eso malo? No tiene por qué. También lo es seguir un plan anti-incendios y no por ello evita menos disgustos. Siempre que el proyecto común, entendido al estilo orteguiano[xii], sea razonado, definido, debatido, y tenga una previsión positiva, no importa que el contexto en el que se haya forjado sea más o menos adverso. Precisamente, los grandes cambios suelen estar a menudo forzados por circunstancias adversas.


En definitiva, Europa ha erigido durante más de medio siglo unos pilares sólidos sobre los que sustentarse, y de los que ahora depende, para bien o para mal, si pretende que su voz no quede ahogada en el gallinero internacional. Sin embargo, la vertebración de Europa como realidad definitiva pasa por ilusionar a sus propios ciudadanos en los beneficios de un proyecto común, y eso solo se logra involucrándolos activamente mediante mecanismos democráticos.


Pase lo que pase en las elecciones europeas, podemos predecir con meridiana claridad que no va haber cambios radicales en este sentido. Con todo, ya es una buena señal que la campaña tenga nombres propios para la presidencia de la Comisión como Jean-Claude Juncker o Martín Schulz entre otros. Lo importante es que el ciudadano europeo mantenga la misma ambición que la que impregnó el salón del reloj de Quai d’Orsay aquel 9 de mayo de 1950. Y seguir avanzando, paso a paso. Quién sabe, igual Merkel se deja convencer.



[i] European Commission, Standard Eurobarometer: Public Opinion in the European Union (autumn 2013), noviembre de 2013. Enlace: http://ec.europa.eu/public_opinion/archives/eb/eb80/eb80_publ_en.pdf


[ii] No se preguntó sobre conocimiento del Consejo en este Eurobarómetro, por lo que la cifra corresponde al de primavera del mismo año.


[iii] Entre otros, son recomendables Instituciones y derecho de la Unión Europea (6º edición de 2012) de Araceli Mangas o Sistema político de la Unión Europea (1º edición de 2012) de Simon Hix y Bjorn Hoyland. También son muy didácticas las propias webs de las instituciones europeas. Como fuente primaria, conviene consultar directamente el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea.


[iv] Los datos de participación están disponibles en la web del Parlamento Europeo. Enlace: http://www.europarl.europa.eu/aboutparliament/es/000cdcd9d4/Participaci%C3%B3n-%281979-2009%29.html


[v] El Periódico de Extremadura (2014), Una aventura para la UE, Yolanda Mármol, 16 de febrero de 2014, Edición impresa. Texto íntegro disponible en: http://dkh.deusto.es/en/community/press/resource/una-aventura-para-la-ue/c3c5f222-bff1-4d0e-9514-3c11bf9047ab?rdf



[vi] El Cassis de Dijon es una bebida alcohólica francesa cuya comercialización prohibieron las autoridades alemanas en los años setenta por no contener el suficiente grado de alcohol estipulado por ley para las bebidas espirituosas. El TJCE falló contra el Estado alemán (Caso 120/78, 20 Febrero 1979) y en su veredicto estableció: “Todo producto legalmente fabricado y comercializado en un Estado miembro, de conformidad con la reglamentación y los procedimientos de fabricación legales y tradicionales de este país, debe ser admitido en el mercado de cualquier otro Estado miembro”.


[vii] BBC World Service (2013), Country Rating Polls. Textos íntegros publicados en World Public Opinion: http://worldpublicopinion.org/


[viii] Havel, Vaclav (2000), ¿Existe una identidad europea?, El País, 2 de julio de 2000. Enlace: http://elpais.com/diario/2000/07/02/opinion/962488806_850215.html


[ix] Mangas, Araceli (2013), El desmayo de Europa, El Mundo Edición Impresa, 16 de mayo de 2013. Texto íntegro disponible en: http://www.caffereggio.net/2013/05/16/el-desmayo-de-europa-de-araceli-mangas-martin-en-el-mundo/


[x] El País (2014), “Los Europeos no existen”, Isabel Ferrer, 14 de mayo de 2014. Enlace:http://internacional.elpais.com/internacional/2014/05/14/actualidad/1400083152_297636.html Según Geert Wilders, menos del 40% de los europeos se siente como tal


[xi] Los datos están disponibles en Principal Global Indicators. El FMI, así como otras instituciones internacionales te redirigen a esta base estadística común. Enlace:http://www.principalglobalindicators.org/



[xii] Como lectura complementaria sobre la consecución de proyectos colectivos, se recomienda leer España invertebrada de José Ortega y Gasset (1921).

20 de mayo de 2014

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