A. Ciordia. “Erdoğan, Atatürk y un pelele aún sin nombre”
Alejandro Ciordia Morandeira
Las elecciones presidenciales en Turquía del pasado 10 de agosto son históricas, pues es la primera vez que se elige al Presidente de la República por sufragio directo (antes lo elegía el Parlamento), pero no se puede decir que hayan sido ni apasionantes ni sorprendentes. De nuevo el mismo titular se repite elección tras elección desde 2002: Erdoğan gana (o incluso arrasa, a gusto del consumidor). Esta vez ha obtenido el 51,7% de los votos, evitando la segunda vuelta, con una cómoda distancia respecto a sus rivales İhsanoğlu (38,5%), candidato conjunto de los dos principales partidos de la oposición, y Demirtaş (9,8%), líder partido pro-kurdo. La participación, del 73%, es quizás algo más baja de la esperada pero aun así importante. Podría parecer que todo sigue igual en la política turca, pero si miramos más en detalle podemos aventurar que el camino por recorrer hasta llegar al simbólico año 2023, centenario de la creación de la República de Turquía, puede resultar muy convulso.
Erdogan en un acto de campaña con su esposa.
El extraño paso de Erdoğan al cambiar directamente el sillón de Primer Ministro por el de Presidente de la República puede generar importantes disfunciones en la política turca, pues entran en contradicción los tres tipos de autoridad legítima que describe Max Weber en su famosa obra Economía y Sociedad: el líder carismático, el líder racional y el líder tradicional.
Erdoğan es indiscutiblemente el líder carismático de la política turca. Tras ganar las elecciones en 2002 con el recién fundado Partido de la Justicia y del Desarrollo (AKP), el primer gobierno en solitario de un partido islamista en Turquía reflotó la economía en tiempo record e inició un camino de reformas estructurales y democratizadoras que parecía terminaría con Turquía ingresando finalmente como miembro de la UE. Pero su mayor logro ha sido sin duda dar voz a la mayoría musulmana y religiosa que tradicionalmente había sido menospreciada por las élites seculares en las altas instituciones. La mayoría electoral del AKP crece en cada comicio, y no parece afectarle que la UE le cierre la puerta, ni que el Tribunal Constitucional esté a punto de ilegalizar el partido por atacar los principios seculares del Estado, ni que cientos de miles de personas ocupen el centro de Estambul durante casi un mes en las protestas de Gezi Park, ni los escándalos de corrupción que fuerzan la dimisión de 4 ministros… Cada vez más personas le odian, sí, pero al mismo tiempo sus bases islamistas de clase media y baja le adoran más si cabe. Entonces, ¿por qué va el hombre más poderoso del país querer dejar su puesto como Primer Ministro y convertirse en Presidente, un cargo ceremonial y representativo, con una gran carga simbólica pero sin poder político efectivo? Esto es precisamente lo que se explica a continuación.
Hoy por hoy, la Constitución turca no deja ninguna duda acerca de la forma de Estado, y el país ha sido siempre una república parlamentaria, al estilo de Italia o Alemania (¿Alguien conoce al Presidente de Alemania?). Por tanto podemos decir que el líder racional, aquel cuya legitimidad emana de los poderes que la ley le confiere, es el Primer Ministro. Independientemente de quién sea nombrado en las próximas semanas como líder del ejecutivo, todo indica que será un hombre de paja, cuyo poder legal se va a ver minimizado por la inmensa figura de Erdoğan, que ya ha afirmado durante la campaña que pretende cambiar el modelo de Estado hacia un modelo presidencialista más próximo al ejemplo de Francia o incluso de EE.UU.
Para ello se necesita cambiar la Constitución, lo que requiere una mayoría de 2/3 que el AKP no tiene, pues su mayoría absoluta alcanza sólo el 57% de los escaños. Los más optimistas piensan que pueden conseguir esa supermayoría en las elecciones generales del año que viene y atribuir entonces plenos poderes al Presidente. Pero Erdoğan no va a esperar a eso, al fin y al cabo su estilo visceral e impulsivo le ha llevado al éxito, y sobre todo, ¿quién se lo va a impedir? El hecho es que Erdoğan controla los cuatro poderes teóricamente independientes del Estado (sí, he dicho bien, cuatro, ya que el Ejército ha funcionado siempre como un poder independiente). Tras la reforma constitucional de 2010 el AKP ha sido capaz de colocar a gente de su confianza en los puestos clave de los mandos militares y de los tribunales, que históricamente eran ocupados por sectores fuertemente secularistas. Además, el liderazgo de Erdoğan es tan dominante que no existen figuras dentro de su propio partido que puedan cuestionarle o expresar una postura discrepante de la suya[1], por lo que el control que tendrá sobre el ejecutivo, y sobre la amplia mayoría absoluta que le sostiene en el parlamento es total. Por tanto, la primera respuesta a la pregunta que hacíamos anteriormente es clara: Erdoğan como Presidente tendrá de facto todavía más poder del que venía ejerciendo hasta ahora.
Carteles electorales de Erdogan e Ihsanoglu en Estambul.
A la hora de pensar en el líder tradicional de la política turca hay pocas dudas: Mustafa Kemal, más conocido como Atatürk (apodo que literalmente significa “padre de los turcos”). El general reformista que no aceptó las condiciones impuestas sobre el moribundo Imperio Otomano tras la Primera Guerra Mundial, que consiguió expulsar a las potencias occidentales de Anatolia y que fue el ingeniero de la nueva República moderna, secular y occidental, es aun hoy una figura omnipresente. Para el visitante no familiarizado con este personaje histórico su presencia permanente puede resultar inquietantemente parecida a la del Gran Hermano de Orwell: su nombre aparece en parques, avenidas, calles o aeropuertos; su retrato está en todas partes, desde edificios públicos a peluquerías, tiendas de ultramarinos o incluso taxis; su nombre y sus frases más célebres son a menudo invocadas en cualquier discurso, artículo periodístico o discusión política como fuente de legitimación…
Criticar a Atatürk en la esfera pública es todavía un tabú[2], pero tampoco es un secreto que Erdoğan, aunque no lo pueda decir en público, no es el más ferviente defensor de los principios kemalistas pro-occidentales y estrictamente seculares. Durante la campaña tampoco ha escondido que su objetivo es seguir siendo Presidente en el centenario de la República, en 2023, para lo cual tendría que ganar un segundo mandato de cinco años. Pero además, en los carteles de propaganda electoral que han inundado el país las últimas semanas se podían leer otras dos fechas señaladas como “objetivos” en el programa político de Erdoğan: 2053 y 2071. La primera fecha se refiere al sexto centenario de la conquista de Constantinopla por los otomanos, mientras que la segunda señala el milenio de la Batalla de Manzikert, que supuso la derrota del Imperio Bizantino por los turcos selyúcidas y la posterior conquista de la práctica totalidad de Anatolia. Por muy heterodoxo que resulte utilizar episodios de hace casi 600 y 1000 años como eslóganes electorales en 2014, no deja de ser una muestra de la visión a largo plazo y el legado que Erdoğan pretende crear, el cual algunos denominan como neo-otomanismo. En otras palabras, lo que ambiciona Erdoğan es llegar a 2023 como una figura política e histórica de igual o incluso mayor peso que Atatürk, convirtiéndose a sí mismo en el Presidente más poderoso para ser capaz de refundar la República en base a principios más conservadores inspirados en el Islam, históricamente marginados de la esfera pública. En consecuencia, la segunda respuesta a la pregunta formulada arriba es que Erdoğan piensa ya en su legado histórico y en crear una nueva Turquía.
Erdogan en un congreso de su partido, el AKP.
En resumen, la intención abierta de obviar la legitimidad racional y legal del jefe del ejecutivo sin una reforma constitucional puede dañar seriamente la credibilidad del propio Estado de Derecho, transmitiendo la idea de que el apoyo popular mayoritario lo puede todo frente a la ley. Menos Estado de Derecho puede suponer una involución de Turquía respecto a los avances democráticos que había realizado, lo cual retrasaría más todavía su salida de ese limbo entre autoritarismo y democracia en el que se encuentra desde 1950. Por otro lado, el objetivo menos evidente de desafiar la legitimidad tradicional del Estado reformulando los principios kemalistas de la República no será en ningún caso bien acogido por la oposición secular y nacionalista, que representa prácticamente a la otra mitad de la sociedad turca. Esto puede aumentar aún más si cabe la polarización ya existente, algo negativo en cualquier contexto, pero bastante peligroso en un país en el que la violencia política ha llenado las páginas de su historia reciente.
No seré yo quien califique a Erdoğan como un dictador cuando durante 12 años ha venido recibiendo un indiscutible apoyo electoral en elecciones legítimas y abiertas. No obstante, el ahora Presidente debe ser consciente que incluso los hombres más poderosos como él están sujetos a ciertos límites a su poder. La legitimidad carismática refrendada por las urnas puede que sea la más importante de las tres descritas por Weber, pero no puede actuar de forma completamente ajena a la legitimidad legal ni a la tradicional de un país.
[1] En todo caso el presidente saliente, Abdullah Gül, es de los pocos que puede hacerle cierta sombra, dado su estatus de cofundador del partido y sus credenciales como político islamista durante décadas. Precisamente por eso es poco probable que Erdoğan opte por un arreglo similar al de Putin y Medvedev en Rusia, como se ha llegado a especular, nombrándole Primer Ministro.
[2] Tanto que “ofender la memoria de Atatürk” está penado entre 1 y 3 años de cárcel, en base a la Ley 5816 de 1951, aun en vigor.