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A. Monsó. “Rojigualdas, esteladas e ikurriñas: reflexiones sobre nacionalismo y otredad”

Álvaro Monsó Gil


No tengo problemas en confesarlo: he crecido y madurado en un entorno de izquierdas. Ante esto surge inmediatamente una primera pregunta obvia: ¿qué es ser de izquierdas? La ‘izquierda’, para mí, no es otra cosa que el inconformismo ante la injusticia, y la consiguiente actitud transgresora aun si con ello (o más bien, duela o no admitirlo, especialmente si con ello) se ha de acabar con ‘lo tradicional’. Puede que se me tache de simplista o de reduccionista, y de hecho el eje izquierda-derecha es simplista y reduccionista en sí mismo, pero para el propósito del presente artículo me servirá. Por norma general, ser joven, de Madrid y de izquierdas es, además, abrazar ese ‘cliché buenista’ (que diría mi querido, aunque un tanto reaccionario, abuelo) de la ciudadanía global. En una de las ciudades donde posiblemente haya más orgullo patrio de España, y a la vez más aversión a los grupúsculos separatistas del norte de la Península (rivalizando duramente con alguna que otra ciudad castellana y andaluza), lo anterior conlleva inmediatamente un dilema político, ése que suele ser de los primeros que uno debe afrontar al involucrarse en política: ¿me caen mal los nacionalistas?, ¿hay que quemar todas las banderas del mundo? Respuesta rápida, versión adolescente desencantado: ¡Por supuesto! Respuesta matizada a desarrollar en este artículo: Depende.

Fuente: http://blog.euskaletxeak.org/


Grandes pensadores de la historia de la teoría política a los que admiro y respeto han hecho enardecidas críticas al nacionalismo. Desde aquéllos que ven en la nación una estructura meramente discursiva al servicio de actitudes exclusionistas y legitimadora de la violencia estatal (Foucault hablaría, en este sentido, del “racismo de Estado”), a aquéllos que la perciben como un producto de la distorsión histórica que los poderes fácticos requieren para cohesionar en torno a una fe ciega e irracional llamada patriotismo (Noam Chomsky o Benedict Anderson, entre muchos otros). Mi intención, no obstante, al reflexionar sobre este tema es huir de dogmatismos para no dejar de lado un sano balance entre teoría y práctica, es decir, detenerme a pensar en cómo ciertas ideas preconcebidas pueden lastrar nuestras acciones y gestos políticos. En ocasiones, la ortodoxia marxista/izquierdista nubla el juicio y no nos permite ubicar cada nacionalismo, pues no es meramente el nacionalismo lo que está en tela de juicio, dentro o fuera de las fronteras de lo que percibimos como ideológicamente afín.


La otredad, ese concepto clave en la filosofía post-estructuralista con el que se hace referencia al individuo, clase o grupo (el ‘Otro’) que explícita o implícitamente nos define mediante su constante contraposición al ser propio, es la base del nacionalismo (e, irónicamente, también del anti-nacionalismo). Como dice Etienne Balibard, existe siempre un “estigma de otredad” que cimienta la nación, y sólo mediante un ejercicio empático podemos llegar a comprender el grado de legitimidad o justificación detrás de dicho estigma. Si bien el estigma biológico o social-Darwinista tiene una presencia anecdótica en la España actual (y digo actual porque no hemos de olvidar que durante los siglos XIX y XX tanto el fascismo españolista como el nacionalismo vasco y catalán, ahí están los escritos de Sabino Arana o los de Prat de la Riba para atestiguarlo, apelarían con insistencia a este tipo de argumentos), el economicista y, en menor grado, el cultural son los que predominan en la actualidad.


Lo anterior nos fuerza a analizar lo que Bruce Kapferer denomina la cultura política de cada nacionalismo. De acuerdo a este autor y su libro ‘Legends of People, Myths of State’, en cada entorno donde la “religión nacionalista” se desarrolla existe un universo político con sus múltiples experiencias sociales y culturales, que a su vez contienen motivaciones que pueden ser un argumento potente para la acción política nacionalista. En otras palabras, la legitimidad de la posición nacionalista no es una que exista per se, sino que la obtiene en tanto en cuanto es parte de un universo de experiencias políticas y sociales complejas que trascienden con mucho la idea del mito y la tradición cultural-nacionalista. El académico de Oxford Adam Groves distingue así entre el nacionalismo como un movimiento político (operando en el ámbito exterior) y el nacionalismo como una construcción cultural (operando en el ámbito interno). De todo lo anterior se deriva que, pese a que la apariencia y el mensaje externo de los nacionalismos se nos pueda presentar como uniforme, todos ellos arrastran tras de sí realidades políticas y culturales muy heterogéneas. Y según Kapferer, no podemos olvidarnos de que el nacionalismo es y seguirá siendo clave en la transformación de dichas realidades.


Pancarta en el Camp Nou en diciembre 2009 en un Cataluña-Argentina.Fuente: Manuel Blondeau/AOP.Press


Las confusiones terminológicas son frecuentes en este debate, y en ocasiones parece transmitírsenos la idea de que independentismo y nacionalismo son términos intercambiables. El independentismo y el nacionalismo tienen motivaciones distintas, en ocasiones completamente divergentes. Mientras que el independentismo se basa, como es obvio, en buscar la liberación de un poder agresor, neo-imperialista, o simplemente opresor; el nacionalismo se basa en celebrar una homogeneidad étnica, cultural y/o lingüística para fundar la soberanía territorial de un Estado o, no conviene olvidarlo, entidad subestatal. El nacionalismo históricamente ha legitimado el enconamiento de conflictos que en cierto sentido eran ajenos a la población civil, como podrían ejemplificar las limpiezas étnicas de bosnios y croatas de las que está acusado,entre otros, el ultranacionalista serbio Radovan Karadzic. Pero igualmente ha sido un aglutinamiento tremendamente efectivo para la consecución de la independencia y la liberación frente a poderes extranjeros opresores, como atestigua la lucha anti-colonialista y post-colonialista de Emir Khalid en Argelia, Nelson Mandela en Sudáfrica, Kambarage Nyerere en Tanzania o Kwame Nkrumah en Ghana.


Esta idea se sintetiza bien en este párrafo del columnista escocés de The Guardian, Fraser MacDonald, referente a su postura ante el referéndum venidero sobre la independencia escocesa: “Ser escocés no es en sí mismo un título para la soberanía. No votaré sí como escocés; votaré sí porque la ordenación territorial que llamamos Gran Bretaña ha devenido tan disfuncional que parece no querer mantener sus propios logros de post-guerra. Es una situación triste a la que no veo enmienda plausible que no sea la de un Estado más pequeño e independiente, organizado de forma diferente, que preserve lo mejor de la sanidad, la educación y el estado del bienestar británicos. Las potenciales ventajas de tal descentralización y renovación democrática serían notables, como dijo Billy Bragg, a ambos lados del Tweed [el río que recorre parte de la frontera entre Escocia e Inglaterra]“.


Manifestante a favor de la independencia de Escocia.Fuente: http://www.telam.com.ar/


Las particularidadesde las diversas formas de nacionalismo que se dan en nuestro país requieren de una superación de dicotomías simplistas del tipo España vs. las nacionalidades históricas para una comprensión adecuada de lo que está en juego. En cada ámbito de enfrentamiento nacionalista podemos hallar grados diversos de fundamentalismo (siguiendo con la metáfora de Kapferer de la “religión nacionalista”) que puede indicarnos hasta qué punto nos alejamos de o acercamos a historias de auténtico sufrimiento humano y de injusticias padecidas rutinariamente -enlazando con el debate ideológico sobre la esencia de la izquierda mencionado al principio-. Los mitos y las tradiciones detrás de cada nación se enmarcarán dentro de sus particulares cosmologías, y en última instancia será este análisis el que nos transmitirá una idea sobre si lo que está en juego es una causa política, social y cultural digna de ser defendida o no.


Quizás para algunos esto último puede ser una obviedad. No obstante, demasiado a menudo he visto cómo los colores de rojigualdas, ikurriñas y esteladas agitadas de forma enfervorecida impedían la comprensión mutua, ya fuera por amor o por rechazo (de una, varias o todas ellas), entre personas cuyos valores en última instancia eran afines. Y en estos tiempos de crisis, en los que la agresión ideológica se ha convertido en norma, no podemos permitirnos el estancamiento en prejuicios, sentimientos impulsivos u orgullos. Levantar el velo de la otredad e intentar alcanzar una comprensión política de las motivaciones nacionalistas puede ser un buen método para comprobar que, en ciertas ocasiones (y aun a riesgo de usar una expresión por la que algún lector despistado podría tomarme por centralista), es más importante lo que nos une que lo que nos separa.

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