SOBRE LA MONARQUÍA Y LA REPÚBLICA. 5 razones en defensa de cada modelo para un hipotético referéndum
La sucesión de Juan Carlos I por Felipe VI es una invitación a la discusión, a la exploración de las ideas y al análisis de la realidad, un acontecimiento histórico que da pie a profundizar un poco más y a aportar nuestro particular granito de arena en el milenario y eterno debate sobre las formas de gobierno. Un debate del que han sentado las bases algunas de las mentes más brillantes de la Historia, desde la Antigüedad hasta la Era Contemporánea.
La reflexión es la intención de este artículo. Con este ánimo, se presenta una contraposición entre la monarquía parlamentaria y constitucional, por una parte, y la república, por otra, como formas de Estado. La defensa de cada modelo se construye sobre cinco breves ideas que resaltan sus virtudes.
El valor de una monarquía
Autor: W. Turner
I- La Neutralidad
Las monarquías garantizan la neutralidad política de la Jefatura del Estado. En el caso español nos encontramos con un sistema político bipartidista corrosivo que inunda con su influencia otras instituciones. La Casa Real Española es un ejemplo de cómo esta institución se sitúa fuera de la órbita de estas dinámicas, evitando que sus tejidos se infecten por el bipartidismo y siendo un eficaz moderador y árbitro de las relaciones entre las diferentes instituciones.
Es cierto que la transición hacia un modelo republicano dotaría a la Jefatura del Estado de legitimidad democrática, pero sería conveniente preguntarse: ¿en qué manos acabaría el poder sobre esa institución?, ¿quién presentaría a los candidatos?, y ¿qué competencias tendría atribuidas? Desde mi punto de vista, la presidencia de la república sería una nueva arena de combate puesta a disposición de las élites hegemónicas para incrementar su poder e influencia, para profundizar en la corrupción y el pasteleo, una nueva oportunidad para hacer girar las puertas del sistema. No me resultaría excesivamente sorprendente que los resultados de las elecciones a Presidente de la República al final se frivolizasen y tuviesen una mera utilidad partidista, con vencedores y vencidos, o sirviesen como termómetro de la intención de voto a quienes se encuentran movilizados en una campaña electoral infinita[1].
Felipe VI en su coronación. Fuente: International Business Times (http://au.ibtimes.com/)
II- La figura del líder
El rey es el centro de gravedad de la institución monárquica. Tremendamente discutido y blanco de todas las críticas por sus privilegios, encuentra la fuente de su poder y el sentido de su existencia, en el caso español, en la Constitución. No pretendo con ello decir que la institución real deba ser una institución perpetua, ni que las realidades no contempladas en la Constitución no existan, ni que no deban contemplarse otras opciones, sino que dado que la institución real no tiene una legitimidad democrática, el rey debe esforzarse por apuntalar la legitimidad legal que le confiere la Constitución a través de la legitimidad carismática. Implica seguir altos estándares y cumplir con duras exigencias.
Por sus características, la figura real resulta ser especialmente idónea para ocupar la Jefatura del Estado. Un cargo al que no se confiere poder alguno, tan sólo autoridad, una representación sólida y estable en el tiempo de un país y de sus intereses. Y esta estabilidad en el tiempo es la que hace tan interesante su existencia, la capacidad de dar continuidad y construir dentro y fuera del país relaciones basadas en la confianza y el respeto.
Las credenciales de un rey también son un argumento a favor de la institución monárquica. En el caso español, Felipe VI cuenta con una formidable y excepcional formación académica y militar, con el único propósito de representar al país. Una vida consagrada a defender los intereses públicos y presa de un gran hermano que la expone a la opinión pública y convierte al rey en un ser autoconsciente y autovigilante durante todo el tiempo que dura, un corsé que corta la respiración y que no muchos son capaces de vestir.
III- El papel de la tradición
A la hora de defender el modelo monárquico no debemos perder de vista dos elementos centrales: la tradición y la cultura. Un país no puede olvidar su herencia, ni su historia, y de la noche a la mañana cortar de raíz una parte de su identidad. La construcción de nuestras comunidades ha pasado necesariamente por las manos del rey, y ese recuerdo de la gracia divina permanece grabado en la conciencia, siendo una poderosa imagen en el imaginario colectivo. Desdeñar la fuerza de la comunidad como idea así constituida, alimentada por valores como el patriotismo y la lealtad, es un grave error que tiene como resultado el conflicto y la ruptura dentro de una sociedad. Ignorar cuál es la realidad de un país a la hora de plantear un proyecto político es el inicio del más estrepitoso de los fracasos.
Caído en el olvido el viejo papel de la institución, las democracias occidentales prestan un nuevo servicio a las sociedad, ofrecer una imagen renovada y ser un motor de cambio. Ahora, desprovistas de poder y adaptadas a los nuevos tiempos, son un reflejo nuevo en la sociedad y más próximas al pueblo[2]. En España, la sucesión de Juan Carlos I abre paso a una nueva generación que rompe con la anterior, se aleja cada vez más del pasado franquista y se esfuerza por presentarse más transparente y brillante. La monarquía española encarna nuevos valores que sirven como inspiración a la sociedad civil, valores como la movilidad social y la igualdad de género, sin dejar atrás otros más conservadores como la unidad del territorio y la familia. Son ideas transformadoras de la realidad.
Fuente: ultimahora.es
IV- La estabilidad institucional
Podríamos, como último argumento, recuperar una idea clásica propuesta por Polibio, que encuentra sus antecedentes en Aristóteles. Partiendo de una visión orgánica de las entidades políticas, Polibio afirmaba que la estabilidad de un sistema derivaba de la combinación de elementos populares, aristocráticos y monárquicos. La monarquía parlamentaria española es un ejemplo que ilustra esta idea. Nos encontramos con un gran número de elementos aristocráticos y un elemento monárquico. El elemento popular procede de otras partes del sistema, y es el que legitima la totalidad del sistema y justifica, en gran parte, nuestra obediencia. La monarquía tiene la propiedad química de ser inerte, permanecer inalterada en combinación con otros elementos, una propiedad enormemente valiosa para la estabilidad de un sistema político. Esta circunstancia también se manifiesta en las cualidades del líder. Una baja frecuencia de salida en la institución supone una pérdida de legitimidad, menor flexibilidad y poca innovación. A cambio, garantiza un mayor nivel de experiencia, conocimientos, habilidades y prudencia, características muy deseables para el responsable de la más alta representación de un Estado.
El problema es otro. En España, el elemento monárquico empezó su lavado de cara y regeneración con la sucesión de Juan Carlos I por Felipe VI. Sorprende que precisamente la institución más irrelevante y más vacía de poder, quizás sí de las más llamativas y visibles, sea la que más atención capte cuando son otras, las que más dependen del elemento popular, las que están corruptas y putrefactas con el beneplácito del electorado, que observa aburrido y cansado como el sinfín de casos de corrupción y violencia política se normaliza y forma parte de la actualidad política.
V- Las carencias de la alternativa republicana
¿Es el modelo republicano en alguna medida superior a una monarquía parlamentaria en términos morales? En ambos casos nos encontramos con formas de dominación de hombres sobre hombres. Se defiende la república al considerarse más justa o más moral, y aunque es cierto que la monarquía plantea dos problemas fundamentales, que giran en torno a la falta de legitimidad democrática y la quiebra del principio de igualdad, me pregunto por qué una república es más justa, cuando no sólo estaría sometida a los mismos roces y fricciones que el sistema actual, sino que se reproducirían los mismos patrones en lo que se refiere a la sedimentación del poder y la génesis de nuevas élites, nuevas formas de exclusión. El poder como fenómeno es insuperable, y aunque un sistema político esté inspirado por los más nobles valores, es imposible evitar a través de un diseño institucional la aparición de élites que concentren poder y recursos. Es una equivocación defender que la legitimidad democrática, reducida a una pobre noción utilitarista en la actualidad, tiene un valor intrínseco superior, y peor aún defender ese valor desde dogmas racionalistas, sobre todo cuando son falsos. La monarquía parlamentaria no puede competir con el idealismo ciego que mueve al republicanismo, pero demuestra ser un modelo igual de funcional, realista, justo y desarrollado. Valgan como ejemplo las monarquías noruega y sueca, que se encuentran entre las democracias más desarrolladas económicamente y de mayor calidad. En consecuencia, la sustitución de la monarquía por un modelo republicano es un sinsentido y un propósito estéril en sí mismo considerado, y hace pensar más bien en que determinadas élites están interesadas en el asalto al poder, disfrazando ese objetivo último con un estudiado recurso republicano, enarbolando la causa republicana como medio y no como fin.
Felipe VI y la Infanta Leonor. Fuente: http://www.aol.com/
Defender la monarquía parlamentaria y constitucional como formas de Estado frente a la república es un verdadero ejercicio de madurez democrática. Su dimensión ceremonial y su consideración como ritual democrático revierten de forma enormemente positiva en un sistema político, a lo que habría que sumar las ventajas expuestas. En el caso español, la tensión entre estas dos corrientes y las diferencias ideológicas quizás nunca se superen. Pero esta circunstancia no debería contaminar este debate. Salpicar ideológicamente este debate sólo lo empobrece, cuando lo interesante es lo contrario, enriquecerlo y llenarlo de buenas ideas asentadas en la razón para que, llegado el día donde queramos reconstruir los cimientos de nuestra sociedad, no triunfe la estrechez de miras, el fundamentalismo, la falsa conciencia, admitiendo que una configuración es tan válida y legítima como otra.
En nombre de la república, donde se es tan súbdito como en una monarquía parlamentaria o constitucional, se está dispuesto a asaltar el statu quo, y eliminar en primer término y sin una reflexión libre de condicionamientos ideológicos un elemento que incrementa notablemente la funcionalidad del sistema. Y aún se permitiría la supervivencia del verdadero problema, de una rata negra que volvería a contagiar con la peste a la totalidad del sistema, a nuestra nueva y reluciente república: la inmunodeficiencia congénita que predispone al hombre por su propia naturaleza a la infección y a la corrupción por un agente patógeno de una extraordinaria virulencia, el poder.
[1] Un ejemplo de corrupción dentro de una república nos lo proporciona Camilla Cederna en su obra Giovanni Leone: La carriera di un presidente, donde nos presenta el tiempo de Giovanni Leone como Presidente de la República de Italia de 1971 a 1978, una época marcada por el nepotismo, el clientelismo, el favoritismo, la corrupción de la vida pública, la decadencia de las instituciones y la paulatina degradación de la propia imagen de Leone. [2] La idea de fondo es la evolución de la institución monárquica a través de la erosión de sus elementos más característicos y la infiltración de otros rompedores. En el panorama europeo podemos observar que los enlaces matrimoniales ya no se producen entre miembros de casas reales o de la aristocracia. Acceden a esta institución personas sin sangre real o azul, pertenecientes a clases populares. Por otra parte, la jefatura del Estado ya no se reserva exclusivamente a los hombres. Es más, la siguiente generación de jefes de Estado reales serán en su mayoría mujeres. Serán los casos de Holanda, Bélgica, Noruega, Suecia y España, donde lo más probable es que la Princesa de Asturias, Leonor, herede el trono de su padre.
Tras examinar cinco ideas sobre las monarquías constitucionales y parlamentarias, es el momento de presentar algunos argumentos a favor de la república.
El valor de una república
Autor: J. Constable
I- La igualdad ante la ley
Señalaba anteriormente que uno de los problemas más profundos de las monarquías parlamentarias y constitucionales era la quiebra de dos principios fundamentales, el de igualdad y el democrático. En referencia al primero, es posible argumentar de tal forma que sea posible dar encaje a las características de la institución monárquica en una democracia. Sin embargo, también podemos renunciar a esa construcción ideológica artificial y argumentar en contra de esa excepción, considerándola totalmente inaceptable al romper con el principio de que ante la ley todos somos iguales. Esa idea es más fácil de ejecutar y de defender en una república. No hay, para empezar, una Casa Real a la que por su propia naturaleza ya hay que dispensar un trato diferente. Dar un trato privilegiado crea el instrumento y una justificación para que otros cuadros se beneficien de él. Como ejemplo tenemos el caso español, realmente excepcional, donde nos encontramos con los polémicos aforamientos, que ahora están en el punto de mira.
El lenguaje demuestra ser una herramienta muy poderosa, y eliminar del ámbito institucional a un “rey”, con sus connotaciones, revierte positivamente en el sistema. Pensar en que en nuestra comunidad no hay ni dioses, ni reyes, sólo hombres, facilita la labor de crear un modelo donde no existan élites cuyos privilegios queden recogidos en la ley y pone en duda la necesidad de su utilidad. En el caso español, tiene sentido replantear la necesidad de acorazar jurídicamente determinados cargos y preguntarse qué es lo que dice del sistema político la existencia de estas gracias por las cuales determinados ciudadanos son juzgados de una forma diferente al resto. Si pretendemos iniciar una revitalización de la vida pública, una opción pasa necesariamente por la sustitución de la institución monárquica y la supresión de los privilegios de los cuadros políticos y administrativos. Sería dar un paso determinante hacia una mayor confianza en la administración de justicia y contribuiría a eliminar una dolorosa verdad instalada en las mentes de los ciudadanos, que no todos somos iguales.
Iconografía de la II República. Fuente: fotosimagenes.org
II- El relevo y la quiebra del principio democrático
La legitimidad carismática es fundamental en una institución de carácter monárquico. Confluyen en esta dimensión tanto una formación excelente, como unas cualidades interpersonales bien desarrolladas. Nos puede asaltar una duda, y es si los jefes de Estado provenientes de Casas Reales serán siempre idóneos. Esperar que los jefes de Estado, y, sobre todo, sus herederos sean aptos para todas las funciones que tienen reservadas quizás es esperar demasiado. Se presenta un problema bastante notable que compromete la funcionalidad del sistema político. El líder no es excelente y no goza de legitimidad democrática alguna. Esta situación no se puede desbloquear de ninguna manera, ya que una vez coronado el líder, no hay mecanismo alguno para forzar un relevo. Y aunque lo hubiera, el abanico de posibilidades es más bien limitado, y la preparación de los candidatos tal vez no sea óptima. Si se da este escenario, un país no tiene ninguna opción alternativa. Si las Casas Reales muestran una incapacidad para el suministro de líderes una sociedad estará condenada a tolerar ser representada por un líder que no desean. Es absurdo.
Llegados a esta conclusión, deberíamos señalar otra deficiencia más grave. La quiebra del principio democrático es complicada de justificar y muy dependiente de la confianza que se tenga en el líder. Ahora bien, si hemos considerado absurdo que no existan mecanismos de relevo, más lo es que una sociedad no pueda escoger al responsable de la máxima representación del Estado o, como en el caso español, no tenga asignado absolutamente ningún papel. La república llena esta laguna y puede ofrecer estos mecanismos no sólo de relevo, también de responsabilidad, para apartar a los líderes que muestran una falta de aptitud, compromiso con el puesto o negligencia en sus funciones, así como permiten la dimisión de sus líderes por propia voluntad.
En referencia a la reciente coronación de Felipe VI, hubiese sido muy deseable la celebración de algún tipo de referéndum para reforzar la sucesión con legitimidad democrática, dada la importancia del relevo y la duración del mandato. La rapidez de la sucesión, catalizada por un gobierno afín, revela, por parte del poder institucional, el ejercicio de un marcado paternalismo y la negación de la mayoría de la edad de la ciudadanía, y por parte de la sociedad, puro conformismo y anestesia general.
III: El derribo de la tradición
La tradición es un producto cultural, como lo puede ser una religión o una ideología. En este sentido, las instituciones monárquicas supervivientes encuentran el fundamento de su existencia precisamente en la tradición, en la consolidación de un modelo por el paso del tiempo. Examinando el número de monarquías todavía existentes, podríamos afirmar que son un modelo en proceso de extinción. En este contexto, debemos reflexionar sobre el agotamiento del modelo monárquico y preguntarnos por el sentido que tiene realmente conservar en el ámbito institucional un fruto de la tradición.
En Europa occidental encontramos países que decidieron eliminar las instituciones del tipo monárquico, imperial incluso, como pueden ser Alemania, Italia y Francia, y otros que las conservan y reinventan, quizás considerándola parte de su identidad, como es el caso de España e Inglaterra. En cualquiera de los casos, son los ecos del pasado y la nostalgia los que alimentan la existencia de ese tipo de instituciones. Desde mi punto de vista, una comunidad política debe enfrentarse a su legado e historia con la vista puesta en la revisión y reforma de su panorama institucional para intentar modernizar su sociedad y echar abajo estructuras anacrónicas a favor de otras. Si pasan los tiempos, es razonable que surjan nuevas instituciones más acordes a la realidad en la que viven. El cambio de la realidad institucional también es lógico en la medida en que cambian las justificaciones para ser obedientes al poder y aceptar las relaciones de dominio.
Asaltar el statu quo con el objetivo de que las instituciones sean más plásticas y respondan a las nuevas ideas nacidas en el seno de una sociedad es muy deseable y contribuye a que el poder no se mantenga estático. Las comunidades políticas, el pueblo soberano, tienen el derecho a reformar sus instituciones, sepultando, si se cree conveniente, sus aspectos más tradicionales. Es un error dejar que pese el silencio sobre una cuestión completamente pública. Asimismo, para la actividad política el debate es una actividad sana y una oportunidad para sacudirse el polvo y renovarse, plantear nuevos problemas en nuevos términos y expandir los límites de la imaginación ética y política.
IV: La virtud cívica
En esta hora, donde la ciudadanía se encuentra adormilada y sometida por los más diversos poderes y estructuras, consciente e inconscientemente, no me puede parecer más acertado rescatar un concepto central del republicanismo como corriente ideológica: la virtud cívica. Al profesionalizar la política hemos apartado al ciudadano corriente, amordazado por la institución del trabajo, de todas las causas públicas y lo hemos criado mal informado y con poca memoria para las payasadas de nuestra clase política, como demuestran los resultados electorales. La democracia como un procedimiento estéril y vacuo, la falta de alternativas políticas válidas y la supremacía absoluta de la economía han devaluado el factor más valioso del que goza una comunidad, el humano.
La república nos invita a recuperar como sujeto primordial al ciudadano, a configurar en torno a él un polo de poder, y a pensar en la democracia como una escuela para el civismo y la virtud. Es fundamental volver a contar con ciudadanos responsables que estén dispuestos a asumir el coste de una mayor participación e implicación política, que muestren inquietud por la distribución de la riqueza, de los méritos y de los cargos públicos, en definitiva, que se identifiquen y reconozcan como suya la cosa pública. No se trata de negar la naturaleza humana, ni de interferir en la distribución genética y aleatoria de los atributos individuales, ni de restablecer el Terror de Robespierre en defensa de la virtud. Se trata de, teniendo en cuenta la asimetría y heterogeneidad propiamente humanas en lo que se refiere a los niveles de moral, altruismo y compromiso con lo público de cada individuo, articular una nueva clase cívica y dotarla de poder. La república es el marco perfecto para el empoderamiento del ciudadano, para llenar de contenido lo que llamamos democracia, para erradicar la desafección política[1].
Manifestación republicana en Sevilla. Fuente: EFE/Raúl Caro
V: Un nuevo contrato social
La república se encuentra hoy totalmente devaluada. Vivimos en un mundo donde la práctica totalidad de los Estados la ha asumido como forma, sorprendentemente. No sólo en diversas formas de relación entre sus instituciones, sino con los contenidos ideológicos más variados. Un macabro espectro que abarca el fundamentalismo religioso, el populismo más atrevido y el personalismo más desvergonzado.
La reivindicación de la república como forma de Estado no hay que hacerla sólo frente a las monarquías constitucionales y parlamentarias, sino frente a todos aquellos sistemas políticos denominados repúblicas por sus líderes. Es la encarnación del cambio y la redefinición de los términos por los que se gobierna una sociedad, la representación de otro tipo de valores, de la creación de nuevos mitos fundacionales y símbolos. La superación de un paradigma. No hay razón para aceptar que vivimos en un mundo predefinido por una cultura y una historia a la que nosotros no hemos contribuido. Si existe la posibilidad de diseñar una nueva forma, más beneficiosa, de organizar nuestra comunidad, aunque sea cierto hasta cierto punto que lo que hemos sido predetermina el alcance de las decisiones que estamos dispuestos a tomar, deberíamos aprovecharla y ser capaces de alejarnos de la tradición y romper con el statu quo en todo aquello con lo que no se esté conforme. Qué sentido tiene cerrar las puertas a ideas que pueden favorecer el desarrollo, la riqueza, la justicia y la moral.
Renunciar a la reinvención para mantener instituciones tradicionales por pura inercia histórica es un error, más cuando sacudir el panorama institucional sirve al propósito de hacer sentirse menos cómodas a las élites de un país, e, incluso, para remodelar la estructura de poder.
En el caso español, la república está cargada de significados y connotaciones del pasado, un concepto distorsionado por la ideología. Esa circunstancia me hace plantearme que se defiende una idea equivocada del republicanismo. Y también de la política. La imagen que transmite hoy la democracia es la de profundo deterioro y falta de frescura. Es el escenario de luchas partidistas, del interés particular y de ideas recicladas, donde triunfan las dinámicas de autoconservación de las relaciones de poder y no su transformación. El proyecto republicano es un nuevo horizonte, la aspiración de olvidar un estado de cosas y dirigir un movimiento moderno y rompedor, una nueva dirección. Sin las presiones que antes podía haber y con el apoyo de una tecnología que elimina un número importante de barreras, podemos aproximarnos a un modelo de democracia orientado hacia una mayor justicia, moral e igualdad, donde la identidad de cada individuo encuentre su lugar. La república no es una cura universal, pero es un mejor punto de partida, una mejor posición en una lucha de valores. Si no es la utopía nuestra meta, ¿entonces cuál es?
Como punto final, me gustaría recordar algunas palabras de Jean-Jacques Rousseau recogidas en El contrato social [2]:
Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes.
Aquel fue el problema que él quería resolver en su tratado. Él no lo consiguió. Nosotros, tras más de doscientos años, no nos encontramos mucho más cerca de encontrar una solución. Es el momento para un punto de inflexión.
[1] Giner, Salvador. Las razones del republicanismo. http://www.alcoberro.info/V1/republica8.htm [2] Rousseau, Jean-Jacques. El contrato social. Pág. 14. http://www.enxarxa.com/biblioteca/ROUSSEAU%20El%20Contrato%20Social.pdf
***NOTA: Tras los pseudónimos W. Turner y J. Constable se esconde el verdadero autor de las dos partes del artículo Sobre la monarquía y la república, que es Carlos Rudolf Mur. La intención era jugar con los prejuicios e intuiciones del lector, quizás más habituado a que sean diferentes personas las que defiendan cada modelo, para destruir la idea intuitiva de que este debate debe ser concebido como un enfrentamiento y que es incompatible posicionarse a favor tanto de la monarquía como de la república. Individualmente es posible pensar sobre este problema de una forma lógica y racional y llegar a la conclusión de que ambos modelos son legítimos y funcionales, pero sólo si somos capaces de revisar nuestros fundamentos ideológicos. Sólo cuestionando lo que consideramos verdad, a veces incluso renunciando a la que considerábamos la más inamovible de las verdades, es posible aproximarse a una realidad más rica y liberarse de las cadenas que atan nuestro pensamiento, cadenas que otros han diseñado para que la vida quede reducida a un par de sesgos cognitivos que no nos molestamos en aclarar y nosotros seamos esclavos de una visión distorsionada e irracional del mundo. La monarquía y la república son dos ejemplos perfectos de lo que es un sesgo cognitivo y España uno de las heridas que puede causar.
En este sentido, hay una manera de deshacer la ilusión y escapar de la sensación de estar viviendo una realidad inventada. Es necesario sumergirse en la profundidad de los abismos de la realidad que percibimos y sentir su peso, estando dispuestos a abandonar la comodidad que nos proporciona su superficie.