E. Manzano. “La insoportable levedad de no ser. Aproximación a la pena de muerte y a la cadena perpe
Elías Manzano Corona
Cuando Fiódor Dostoyevski escribía “el grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos”, nuestro amigo Fiódor apretaba con fuerza sobre una herida que, más de un siglo después, supura con idéntica virulencia. Algunos de los actuales Estados democráticos, singularizados por el reconocimiento de una dignidad común a todos, hacen por desconocer la profundidad de los peligros que entraña la aplicación de una justicia taliónica y vengativa mediante un trato inhumano estatalizado. No nos enfrentamos a una materia intrascendente; al contrario, nos enfrentamos a un dilema capital a la hora de dibujar con más o menos precisión lo que extensamente somos. Y aunque se trate de un proceso casi sutil, apelante de las emociones, las secuelas sociales pueden quedar marcadas a fuego. En efecto, cuando arrebatamos la dignidad a un semejante, pierde para nosotros su condición de igualdad: lo desubjetivizamos, lo materializamos en nada para arrastrarlo al terreno de las cosas donde podemos campar a placer sin las molestas injerencias morales. No es casual que muchas de las vergüenzas históricas hayan ido precedidas de un proceso deshumanizante, de una banalización del mal que ya no puede ser mal al haber sido desfigurado el sujeto en objeto. Una vez damos ese paso, la tendencia a cosificar todo lo demás, así como a relativizarlo, es un riesgo que estremece. Pero, ¿pueden realmente incardinarse la pena de muerte y la cadena perpetua dentro de esta lógica nociva? Veamos.
Las razones por las que la pena de muerte es una herramienta penalmente intolerable desde una comprensión universal no ofrecen demasiada resistencia a un análisis mínimamente escrupuloso. La condición de ser humano camina forzosamente en paralelo a la dignidad que de él se predica y, en consecuencia, arrebatar a un sujeto (¡cualquiera que este sea!) de esa categoría intrínseca y constitutiva que lo fecunda supone un trato anómalo, incoherente y perverso que, por encima de quien lo padece, humilla en grado mayor a quien lo ejecuta, al arrogarse él la pureza moral al tiempo que denigra el principal denominador común que los vincula: la condición de ser humano. Aun así, habrá quien replique con el brazo en alto: “¡Un violador no es una persona!”. Dejando a un lado lo significativo de que alguien afirme lo que un violador no es y omita lo que sí es (¿quizá, un animal?, ¿una planta?, ¿una naranja?), la incongruencia es en cualquier caso palmaria. Si podemos responsabilizar a una persona de sus actos es precisamente porque presuponemos una capacidad de elección, su posibilidad pasada de optar por la infinitud de alternativas que se descubren en cada instante presente. Un criminal es nuestro semejante porque pudo elegir no serlo. Cabría sostener, incluso, que un criminal enfatiza su cualidad humana con más vehemencia que la mayoría al contradecir voluntariamente aquello hacia lo que esa mayoría frecuentemente tiende. De lo contrario, si anulamos la naturaleza contingente de las acciones del hombre, si admitimos nuestra incapacidad para gobernarnos de acuerdo a una conciencia voluntarista, nos adentramos en un territorio oscuro aunque no por ello menos interesante: el de aceptar implícitamente una suerte de materialismo antropológico que entraría en violenta colisión con la filosofía occidental sobre la que se sienta nuestro modus vivendi. En efecto, carece de todo sentido lógico aplicar una proposición valorativa acerca de un suceso que no puede no ocurrir. Sin embargo, como sospecho que no es intención de la persona que acaloradamente agita el brazo hacer apología del determinismo y del ocaso moral, asumo que su interpretación es resultado más bien de una inconsecuencia argumental (tan legítima como las mías).
Por otra parte, parece igualmente discutible la aplicación de la pena de muerte desde una perspectiva pragmática. Es de común acuerdo concebir el Derecho, no tanto como un concepto superior de justicia, sino como una disciplina procedimental que, si bien se nutre de concretas concepciones de lo justo y lo injusto arraigadas en una sociedad particular, aplica parámetros objetivos a situaciones subjetivas cediendo un estrecho espacio a la elasticidad de las normas en aras de la seguridad jurídica. Estamos, por tanto, ante un instrumento falible, equívoco, que busca tender, felizmente, a la reducción del error. Pero esta voluntad bienhechora pone precisamente de manifiesto su talante inexacto, y si acogemos como máxima cierta que la condena de un inocente genera más injusticia que la absolución de diez culpables, ¿podemos asumir el margen de error que ineludiblemente arroja el Derecho para la consecuencia irreversible de la muerte? Parece razonable que no.
Otra controversia, quizá más polémica y fronteriza por difuminar la claridad con la que se percibe la intransigencia de la pena de muerte, es dilucidar si este razonamiento es extensible a la cadena perpetua. Poco importa que sea revisable o no, pues reducir a una posibilidad más o menos probable algo que es intolerable no atenúa su grado de intolerancia. El núcleo de la cuestión reside en esclarecer si la estancia forzosa e indefinida de una persona en prisión vulnera esa cláusula de dignidad a la que todo ser humano ha de acceder incondicionalmente. Si la dignidad de un sujeto se fundamenta en el respeto a la posibilidad que tiene para desarrollarse íntima y libremente e, incluso, el deber de facilitar ese desarrollo (caso de las necesidades básicas, educación, búsqueda de la felicidad), es manifiesto que la reclusión perpetua anula de raíz tal derecho al impedir al reo proyectarse en un estado de física libertad donde emprender su potencial proyecto de vida. En consecuencia, solo podrá ser legítima aquella condena que, imponiéndose como pena, respeta la esperanza, y llegado el caso el arrepentimiento, que a todo hombre ampara en su condición de sujeto consciente, siendo la negación de esa eventualidad, el exterminio de cualquier posible anhelo y las consecuencias que de él se desprenden, la que atente contra la dignidad de la persona. Ese respeto, por tanto, solo puede conservarse en la medida en que la condena es temporalmente limitada y el reo es conocedor de ese límite.
Ahora bien, lo dicho anteriormente no aboca ni mucho menos a la incomprensión de quien, tras ser víctima de un delito de sangre o encontrar repugnancia en un acto vil, pide la muerte, la putrefacción tras las rejas, incluso la tortura, para sus responsables. A lo que aboca, y este me parece el punto concluyente de mayor relevancia, es a la exigencia de un Estado que no edifique su brazo sancionador en torno a las airadas manifestaciones de una sociedad afectada personal o emocionalmente por actos repulsivos. Todo lo contrario, debemos exigir al Estado que, como abstracción de nosotros mismos y aglutinador de una teórica emancipación racional, no violente las condiciones mínimas que nos definen como seres humanos, recordando que no se trata del respeto a una única dignidad potestad del criminal, sino a una dignidad que es compartida y que, como tal, es también la nuestra propia.