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S. Peña. "Matar al mandarín: verdad y simulación en la política española"

Silveria Peña


En 1919, pocos meses antes de morir, Max Weber pronunció en Múnich, y ante un nutrido grupo de estudiantes, una conferencia que más tarde se convertiría en uno de los textos más celebrados del sociólogo alemán: ‘La política como vocación’.


En aquella ocasión, como en tantas otras, el pensador de Turingia trataba de dilucidar, ante un auditorio estudiantil, qué cualidades debía encarnar un político para estar a la altura del poder.

Y con la lucidez que le caracterizaba, y que siempre resultó premonitoria, Weber concluyó aquel día que “corresponde a la ética determinar qué clase de hombre hay que ser para tener derecho a poner la mano en la rueda de la Historia”.


La ética, desde los tiempos en que Aristóteles escribió el libro a Nicómaco, siempre ha ocupado un lugar de honor en el frontispicio del pensamiento político, pero con demasiada frecuencia ha sido vilipendiada por quienes antes y ahora han ostentado la autoridad y el mando.

La indecencia en el ejercicio del poder ha tenido y tiene muchas caras y expresiones. La Historia antigua está preñada de ejemplos, y, desgraciadamente, también nuestra democracia moderna, a pesar de su anclaje en el Estado de Derecho.


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Pero en los últimos tiempos se ha extendido una forma de perversión pública que, como las formas más ramplonas de corrupción, está horadando lentamente nuestro modelo representativo, sin que los ciudadanos parezcan (o tengan la posibilidad de) darse cuenta de la farsa. Se trata de la impostura política.

Por mucho que la crisis económica y la corrupción nos hayan hecho creer que la verdad es hoy la primera exigencia de una sociedad moderna, y que decir lo que se hace y hacer lo que se dice ha de ser el imperativo categórico del servidor público, la irrupción en el panorama nacional de un partido, Podemos, que refrenda viejas políticas con los ropajes de la modernidad, alzándose en las encuestas como primera o segunda fuerza política de las citas electorales de 2015, es quizás el ejemplo más evidente de que resulta facilísimo caer rendido ante los cantos de sirena de aquellos gobernantes y políticos que han hecho del ‘hábito de parecer’ su forma de vida.


La simulación se ha convertido en uno de los pecados capitales de la política postmoderna, y España no es ajena a este fenómeno. Una simulación que empapa y filtra todos los ámbitos de poder, y sus instituciones, y todos los niveles administrativos.


Pero no es la mentira o la demagogia lo que da cuerpo a la política del simulacro, sino la apariencia. La apariencia de verdad.


No se trata de falsear la realidad o apelar a los miedos y las emociones para ganarse a los ciudadanos, aun cuando estas viejas estrategias sigan formando parte, en muchas ocasiones, del juego político; se trata, por encima de todo, de generar la sensación de que se actúa o de que se está dispuesto a actuar para, en verdad, entretener el tiempo y no resolver ningún asunto importante.


La apariencia de verdad envuelve hoy la vida pública española como nunca lo hiciera antes y después de la crisis se está convirtiendo en la primera forma de corrupción moral de la sociedad.


De hecho, su impronta hoy en la gestión de lo público es tan marcada que muchos políticos, a fuerza de simular una y otra vez, un día y otro, terminan cayendo en aquella contradicción de la que hablaba Juan de Mairena: “Hay hombres tan divididos consigo mismo que terminan creyendo lo contrario de lo que piensan”.


Porque el lenguaje político está plagado de la retórica de la acción, a pesar del inmovilismo de muchos de nuestros gobernantes. Y porque los impostores como los embusteros terminan creyéndose siempre sus propias mentiras.


Varias razones explican esta forma de estar en política. La época que nos ha tocado vivir, marcada por la dictadura de las redes sociales y la sobreexposición mediática, no es ajena a este fenómeno, y la irrupción de Podemos en el campo de juego, con una presencia casi pornográfica en los medios de comunicación a pesar de su corta edad, no ha hecho sino agravar el problema.


El mestizaje ideológico también habría contribuido a explotar la impostura como ejercicio de poder. Hace tiempo que las ideologías no son puras. Que los credos de la izquierda tradicional y los de su contrario, la derecha, han quedado diluidos en un magma de intereses y necesidades que, de nuevo, favorecen el clientelismo político y la simulación. Hay que contentar a un público tan diverso y con intereses tan variados que sólo desde la impostura se puede atrapar el voto de unos y otros.


El Partido Popular, como formación política mayoritaria, y el PSOE en menor medida por su condición de primer partido de la oposición, recurren una y otra vez a la teatralidad con gestos y decisiones políticas que a la larga se demuestran inconsistentes. Pero quizá sea en este momento Podemos el partido que mejor escenifique la nada y envuelva la vieja política con los ropajes y las apariencias de la nueva.

Hay otra explicación que vendría a sumarse a estas dos primeras y que exigiría una reflexión profunda en el seno de nuestras organizaciones políticas, y es la presencia en el ámbito de lo público de gestores decididamente incompetentes.


Las sociedades son hoy más complejas que antaño, y también los problemas que atañen a los ciudadanos. Y el hecho de que los partidos se nutran mayoritariamente de profesionales de la política, en el peor sentido de la palabra, cuyo único mérito es, en muchas ocasiones, la lealtad partidista, hace que la gestión recaiga, en multitud de ocasiones, en personas no capacitadas para las funciones que les han sido encomendadas. De manera que estos individuos no actúan adecuadamente y son ineficaces no por incuria o mezquindad, sino sencillamente porque, en realidad, no saben actuar en una realidad compleja y cambiante como las que nos ha tocado vivir.


Así las cosas, la puesta en escena se ha adueñado decididamente de la agenda política española, independientemente de las ideologías y los niveles administrativos. Mires a la derecha o a la izquierda, todo es sobreactuación.


Es verdad, que en el ejercicio del poder los gestos son importantes y que no debe subestimarse el papel que la pedagogía cumple en las democracias occidentales, tanto en la construcción de la opinión pública como en la cimentación del pensamiento crítico.


Pero una cosa es explicar y explicarse, y cuanto más cerca del ciudadano mejor, y otra cosa muy diferente es, como se está haciendo, sustituir la gestión por la representación, cuando no por la simple y mera exhibición.


Así, no se ejecuta, parece que se ejecuta. No se toman decisiones políticas, parece que se toman decisiones políticas. Y no se gobierna, parece que se gobierna. De tal suerte que el político, a golpe de simulación y tan dividido consigo mismo como decía Machado, termina por creerse que está transformando la realidad, cuando lo cierto es que apenas la cambia.


No hay que irse muy lejos en el tiempo para encontrar ejemplos de falsa transformación social: la LOMCE, la reforma de la Administración General del Estado y la elaboración de la Ley de Transparencia son un reflejo fiel de cuanto acontece en nuestro sistema político.


Cuando la impostura toma carta de naturaleza en la administración de lo público se producen dos fenómenos de enorme trascendencia social.


En primer lugar, se paraliza la gestión. Y esta parálisis tiene consecuencias perversas para nuestro Estado Social y de Derecho, porque la política se nutre de acuerdos y gestos, pero, sobre todo, y por encima de todo, se alimenta de decisiones administrativas. Esto es, de leyes y normas capaces de articular políticas públicas, y con ellas los servicios y derechos ciudadanos, además de sus deberes.


La agenda de los políticos está hoy en día tan cargada de actos públicos y escenificaciones que apenas queda tiempo para la reflexión, el debate o la construcción ideológica, la materia prima con la que deberían cocinarse estas leyes y normas. De manera que, o bien no se adoptan aquellas medidas que son necesarias para la transformación social, sea cual sea el sentido del cambio, o si se adoptan decisiones, éstas, en la mayoría de las ocasiones, carecen de músculo político y hechura legislativa. Esto es, se hacen, y cada vez más, leyes de usar y tirar.


Otro problema crucial de este fenómeno postmoderno es el debilitamiento del sistema de representación. Con esta forma de proceder, vomitando en todos los niveles administrativos leyes que apenas tienen entidad política y jurídica, no sólo se debilita el andamiaje de nuestro Estado de Derecho y sus instituciones, también se socavan dos valores fundamentales de nuestra democracia. El principio de representatividad y el principio de justicia social, pilar de la convivencia y la cohesión y del desarrollo social.


Precisamente porque es representativo, con todas las ventajas que este sistema tiene sobre otras formas de expresión democrática, nuestro modelo político exige, para ser, como decía Sartori, auténtica expresión de la voluntad popular, la permanente rendición de cuentas: transparencia y rendición de cuentas a partes iguales. Y parece claro que la simulación no es buena compañera de estos dos valores democráticos.

En cuanto a la justicia social tal vez habría que recordar la célebre historia del mandarín, remedo del mito platónico de Gyges y su anillo mágico.


En ‘Papá Goriot’ hay una escena donde Eugène Rastinac, un joven estudiante atormentado por las ambiciones sociales y la falta de medios, habla con un compañero de estudios sobre una pregunta que él erróneamente atribuye a Rousseau. ¿Qué harías si pudieras enriquecerte matando a un mandarín con sólo desearlo? ¿Qué harías?


Balzac, como ya hiciera antes Platón en ‘La República’ o Adam Smith en su ‘Teoría de los Sentimientos Morales’, donde el economista escocés reflexiona sobre lo que haría un europeo humanitario si le dieran la noticia de que un gran terremoto se ha tragado la China Imperial, coloca al lector ante uno de los grandes dilemas morales de todos los tiempos y pone a prueba nuestra conciencia.


Es más, imaginemos que matar al mandarín, lejos de reportarnos un buen puñado de monedas de oro, como desea Rastinac, trae consigo la prosperidad de todo un pueblo, entonces podríamos preguntar de nuevo ¿inclinarías la cabeza?


Resulta muy fácil echar una andanada contra las políticas de consolidación fiscal adoptadas por el Partido Popular, pero independientemente del debate sobre su alcance y efectividad para propiciar la recuperación, una discusión que no siempre se ha realizado con la mesura que impone el juicio y la racionalidad económica, y de las críticas partidistas de quienes disputan el poder a Rajoy y sus acólitos, lo cierto es que la política de la simulación, la impostura política, esa incapacidad para hacer y esa necesidad de parecer, ha terminado por convertir los ‘recortes’ en el único paquete de medidas reales de las distintas Administraciones públicas por cuanto son las más fáciles de legislar y ejecutar.


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Se ha recortado porque en realidad meter la tijera a los servicios sociales es lo más fácil de hacer en una Administración y porque sólo se trataba de inclinar la cabeza a cambio de la felicidad de todo un pueblo.

Y así las cosas, nuestros gobernantes, aquí y en Europa, han creído y nos han querido hacer creer (con más o menos éxito, según los países) que matar al mandarín no tiene consecuencias éticas.


Pero eso no es cierto. Después de que Maquiavelo nos recordase que la política tiene su propia racionalidad y que debe evaluarse ateniéndose a principios de naturaleza política y no de naturaleza cristiana, fue precisamente Max Weber quien quiso dejar claro que el ejercicio de poder ha de estar marcado por la ética de la responsabilidad, pero también por la ética de la convicción.


Y hoy, casi un siglo después de que el sociólogo alemán nos desbrozase el camino de esta nueva ética política, cabe preguntarse si la ética de la responsabilidad, o mejor dicho, una mal entendida ética de la responsabilidad, ha terminado por arrumbar la ética de la convicción al cuarto de las reliquias.


Porque si esto es como parece, y la impostura política ha llegado a la sociedad española para quedarse, las consecuencias sociales pueden ser demoledoras.


En primer lugar, habremos dado al traste con un auténtico y duradero cambio social; también nuestra democracia representativa y sus instituciones quedarán progresivamente debilitadas; y, por último, los populismos de uno y otro signo camparán a sus anchas por nuestros Parlamentos y se alzarán, cuando menos lo esperemos, con el poder, quien sabe si con la intención de no devolvérnoslo nunca.

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