J.I. Pina. "Reivindicación de la libertad"
Jose Ignacio Pina Ledesma
“Todo lo que aniquila la individualidad es despotismo, cualquiera que sea el nombre con el que se le designe, y tanto si pretende imponer la voluntad de Dios o las disposiciones de los hombres” (John Stuart Mill: Sobre la Libertad)
La moral se ocupa de las relaciones entre diferentes personas dentro de una sociedad dada, esto es, en tanto la ética determina los principios rectores de mi acción y mis criterios para juzgar las acciones de los demás (en términos de bien y mal, lo que debo y lo que me deben), la moral establece las reglas mediante las cuales los demás, entendidos como comunidad, juzgan la bondad o maldad de los actos cometidos por los miembros de dicha comunidad. De esta forma entenderemos por código moral al conjunto de axiomas en virtud de los cuales los miembros de una sociedad dada establecen la bondad o maldad de los actos cometidos por los miembros de dicha sociedad.
Mientras los códigos morales utilizados por las sociedades basadas en una Revelación (las sociedades religiosas) o en una ideología (por ejemplo las sociedades fascistas o comunistas) se basan en la existencia de una única respuesta definitiva a los problemas morales que debe ser adecuada para todos los seres humanos en cualquier tiempo y situación y que ha sido establecida por el “fundador”[1], los códigos morales de las sociedades liberales surgen como una consecuencia necesaria del conflicto entre las éticas individuales de los miembros de la sociedad y como un medio para lograr en cada momento que todos y cada uno de sus miembros puedan perseguir en la mayor medida posible su felicidad y sus respuestas de acuerdo a su propio universo ético.
Es decir, los códigos morales liberales no marcan un objetivo, no tienen un único punto de fuga, un horizonte concreto al que dirigirse o, como dice Habermas “poseen un contenido utópico pero no delinean una utopía”[2].
En efecto, el paradigma liberal posee un claro contenido utópico ya que pretende garantizar que todos puedan buscar su felicidad pero, al mismo tiempo, no establece una utopía a realizar, no da una receta para lograrlo ni dibuja un estado de cosas en que dicha utopía puede hacerse real, ni siquiera pretende que todo el mundo pueda conseguirlo.
Pero tienen otra característica que les hace absolutamente diferentes de los códigos de las sociedades reveladas y es que mientras los códigos revelados parten de un conjunto de reglas elaborado por personas concretas y claramente identificadas, los códigos morales liberales son una especie de propiedad emergente[3] de las sociedades humanas. De esta forma la condición necesaria y suficiente para que surja una moral liberal es que los individuos que la componen puedan pensar por sí mismos y dispongan del nivel de independencia intelectual suficiente para poder elaborar autónomamente sus Universos Éticos individuales. En ese sentido, cualquier sociedad humana formada por individuos no adoctrinados ni coaccionados y a los que se les deja libremente elegir sus metas y marcar sus objetivos[4] acabará desarrollando un conjunto de valores y axiomas morales iguales, o muy similares.
Todas consideran inmoral la intolerancia tanto política como religiosa, todas consideran (en mayor o menor medida) la vida sexual como un asunto particular ajeno al debate moral, todas aceptan como no inmoral (aunque socialmente sea más o menos aceptada) la homosexualidad, la mayoría ha regulado el derecho al aborto, todas protegen el divorcio, todas consideran inmoral la discriminación por razón de sexo o de raza, la mayoría ha eliminado la pena de muerte y consideran tachan de inmorales los castigos corporales y la tortura.
Estos son solamente algunos ejemplos, pero está claro que podría establecer una lista de principios morales en la que coincidirían desde un canadiense hasta un australiano y desde un danés hasta un argentino, de forma que, al movernos por diferentes sociedades liberales, no se produce ningún “estupor moral”, porque todas ellas son sociedades mutuamente inteligibles en términos morales; sus miembros comparten, básicamente, los mismos axiomas que han elaborado aplicando las mismas reglas antes mencionadas a los que rigen en la actualidad en las democracias liberales.
Por eso no estoy de acuerdo con Kant[5] cuando dice que del fuste torcido de la humanidad no ha salido nunca nada derecho. A mi entender los códigos morales liberales son un buen ejemplo de cómo la humanidad, actuando como tal, es capaz de generar algo derecho o, al menos, de ir enderezando poco a poco lo que estaba extraordinariamente torcido.
Este logro de la humanidad, insisto, se ha producido sin nadie que obligase a cierto comportamiento, sin un plan o un proyecto previo y sobre la base de un puñado de conceptos sobre cómo entender al ser humano y no sobre cómo éste debe comportarse, lo que ha llevado a sociedades que le dan al individuo el derecho a establecer sus valores pero también la responsabilidad de hacerlo y en las que no existe un modelo a seguir ni un “ideario” a respetar. Por eso, no entiendo bien cuando se dice que vivimos en una sociedad que nos aleja de lo espiritual o nos obliga al consumismo o al culto al dinero (por citar algunas de las más frecuentes), porque aquellos que dicen eso no han sido arrastrados al materialismo o al consumismo por algún tipo de moral existente, es una elección consciente suya y si no lo es, es porque han hecho dejación de su responsabilidad de establecer de manera autónoma su universo ético y han, sencillamente, asumido aquello que se han ido encontrando.
En las sociedades liberales se puede ser consumista compulsivo o asceta, teleadicto o no tener televisión, rendir culto al dinero o vivir de espaldas a él, poner por encima de todo el éxito profesional o los valores familiares, se puede ser espiritual o materialista, religioso o ateo, y, por supuesto, todas las opciones intermedias. Porque ésa es la grandeza y la dificultad de esta sociedad, que cada uno tiene que optar y decidir, en otras palabras, ejercer su libertad. No hay, pues, justificación para, en condiciones normales, echar la culpa a la sociedad liberal de nuestros valores, ya que cada uno tiene los que quiere tener.
Por eso, a mi entender, la principal amenaza que tienen que afrontar estas sociedades en el terreno moral es, precisamente la de los moralistas. Es decir, aquéllos que desde cualquier posición, ya sea religiosa, ideológica o identitaria pretenden establecer el canon del comportamiento “decente” de los demás.
Porque esa es la característica del moralista, que no se preocupa tanto de cómo vive él como de cómo deben vivir los demás, que no se conforma con vivir él de acuerdo con sus criterios, quiere que todos vivan como él.
Otra de sus características es que, como representantes de una concepción revelada de la moral, sus postulados se basan en axiomas preestablecidos en los que cree firmemente y que quiere imponer a los demás. El peligro de los moralistas es que, de tener éxito, generarán antes o después intolerancia, persecución al disidente y morales basadas en la virtud (esto es en la obediencia a las reglas mas que en la bondad de los actos) y, de nuevo, estas características serán tanto más acusadas cuanto más éxito tengan. Por ello las sociedades liberales, y cada uno de sus miembros, deben defenderse de cualquier movimiento cívico, religioso o político que pretenda establecer de manera unilateral cómo deben vivir los demás.
Debe quedar claro que no estoy poniendo en cuestión la libertad de nadie para defender que su estilo de vida es el mejor de todos e intentar influir en los demás para que lo siga. A ese derecho solamente le pongo dos cortapisas plenamente liberales. La primera es el estricto cumplimiento de la ley, a nadie y bajo ninguna circunstancia se le debe permitir estar al margen de la ley o disponer de leyes o estatutos especiales que tengan en cuenta sus creencias religiosas o de cualquier otro tipo. Por otra parte, y una vez satisfecha la condición anterior, debe evitarse todo tipo de coacción ya sea directa o indirecta que obligue a las personas a seguir un modo de vida determinado. Las personas deben ser convencidas, y no obligadas, a actuar de una manera determinada. Pero salvadas esas dos premisas, que cada cual defienda su modo de vida como le plazca, esa es la esencia de una sociedad liberal.
En la actualidad la pulsión moralista viene desde diversos frentes, ya sea desde posiciones religiosas, desde una variedad de movimientos de toda adscripción ideológica, desde gobiernos con afán moralizante o desde bienintencionadas organizaciones que, honestamente, pretenden trabajar por nuestro bien. Y de esta pléyade de fuentes se nos compele a no usar ciertas palabras, no comer ciertos alimentos, no tener determinados vicios, no pensar determinadas cosas o expresar ciertas ideas, a vivir una vida sana, etc.
Pero el problema no es el legítimo derecho de esas organizaciones a ejercer la influencia que deseen, lo que quiero resaltar aquí es, primero, el derecho que asiste a los individuos de no hacer caso de las morales que quieran imponerles sin ser por ello coaccionados y, segundo, el que la defensa contra el establecimiento de morales reveladas (sean las que sean) es fundamental para garantizar el progreso moral y el bienestar humano al que han llegado las sociedades liberales. Por supuesto, esa defensa deberá ser tanto más clara y contundente cuanta más capacidad de coacción e influencia tenga el moralista de turno. Por supuesto al hablar de coacción me refiero tanto a la coerción física como a un tipo de coacción difusa que coarta tanto la libertad de expresión como de acción y que generalmente se traduce en presión mediática y “social” hacia el individuo.
En definitiva, es a esa pulsión moralista a la que las sociedades liberales deben resistirse si quieren mantener el progreso moral que las caracteriza, y para ello es imprescindible que cada individuo defienda como inexcusable su derecho a vivir y comportarse como quiera en el respeto a la libertad del otro a hacer lo propio, de forma que, basándonos en una mentalidad Ilustrada, liberal e individualista podamos seguir construyendo sociedades donde cada uno sea dueño y responsable de su destino en la mayor medida posible.
[1] Ya sea este un filósofo, un pensador, un dios o un semidios.
[2] La cita está en el Diccionario filosófico de Savater referida al Universalismo ético que, sospecho, no diferirá mucho de lo que estoy yo planteando. Pero en cualquier caso es perfectamente aplicable en mi concepto de Moral liberal.
[3] En ciencia se denominan propiedades emergentes a aquellas no reducibles a las propiedades o procesos de sus partes constituyentes. La mente, por ejemplo, es considerada por muchos como un fenómeno emergente ya que surge de la interacción distribuida entre diversos procesos neuronales (incluyendo también algunos corporales y del entorno) sin que pueda reducirse a ninguno de los componentes que participan en el proceso (ninguna de las neuronas por separado es consciente).
[4] No creo necesario a estas alturas insistir en la idea de que para que todos puedan hacer esto es preciso que se eviten los abusos por medio de la ley.
[5] Si se me perdona la osadía.
*Este artículo es un extracto adapatado del libro Reivindicación de la Libertad (el triunfo del pensamiento ilustrado) de este mismo autor, publicado en: http://www.bubok.es/libros/195177/Reivindicacion-de-la-libertad-El-triunfo-moral-del-pensamiento-ilustrado