EN PROFUNDIDAD - El decrecimiento: la revolución del ser frente al tener
Carlos Goga
Economista, entrenador de emprendedores y autor de la novela ‘#lovetopía’
Elías Manzano Corona
Estudiante del Doble Grado en Derecho y Ciencias Políticas (UAM)
Álvaro Monsó Gil
Graduado en Derecho y Ciencias Políticas (UAM)
« El capitalismo es una respuesta a nuestras angustias existenciales, al miedo a morir, al sentimiento de finitud. Hay que reconocer que el capitalismo nos hace disfrutar. Pero se trata de un disfrute del “tener”, de la acumulación, del “siempre más”: más riqueza económica, más poder sobre los demás, más poder sobre la naturaleza. Mientras no tengamos otro disolvente para nuestras angustias que el del capitalismo, sólo podremos estar en un combate defensivo. Así pues, la gran apuesta hoy día es la de pasar del disfrute del “tener” al disfrute del “ser”. Es recordar que el ser humano es ante todo un ser social. »
Paul Ariès
I. INTRODUCCIÓN
El filósofo y sociólogo esloveno Slavoj Zizek suele ilustrar con una breve historia el mecanismo psíquico-intuitivo que permite al ser humano abrazar creencias que contradicen sin ambages sus presuntas certezas. Así, entre sus habituales espasmos, Zizek explica cómo el Premio Nobel de Física, Niels Bohr, tenía por costumbre colocar en la puerta de su casa una herradura de caballo, símbolo, como es sabido, de la buena suerte. Durante una visita, un amigo le preguntó si alguien como él, un científico de reconocido prestigio, podía creer seriamente en la superstición. “Por supuesto que no”, contestó de inmediato. “Pero, entonces, ¿por qué siempre tienes una herradura en la entrada?”. “Muy sencillo”, dijo, “porque la herradura trae suerte incluso cuando no crees en ella”. Zizek ríe. Con seguridad, la mayoría de nosotros determinará ridícula y contradictoria la respuesta del científico Bohr, al constatar su burda tentativa de sortear la razón por cauces impropios de una mente científica. Y qué duda cabe. ¿Pero no será contradictorio, al mismo tiempo, que entendamos ridícula exclusivamente su postura y no otras similares que nosotros también integramos? Sígannos.
El siglo XX nos emplaza ante una batalla sin cuartel entre una pluralidad de lógicas que se contraponen, unas reconstructivas a partir de una ruptura previa (minoritarias) y otras constructivas a partir de una continuidad. De un lado, asistimos al declive de los discursos universales (relatos globales que remiten su base explicativa a un único referente: la raza, el mercado, una clase social o la nación), al cuestionamiento de los esencialismos que alimentaron buena parte del pensamiento decimonónico, a la deconstrucción de la categoría del “sujeto” como ente totalizante (desde la muerte de Dios presagiada por Nietzsche hasta la muerte del hombre sugerida por Foucault), así como a la crítica del conocimiento como una posibilidad ajena a los juegos del lenguaje enarbolada por Wittgenstein, quien dirige sus restricciones lingüísticas hacia una búsqueda necesariamente inconclusa de la verdad. Por un cauce distinto, afloran los planteamientos mayoritarios (oficialistas, institucionales, también académicos) que reivindican una razón omnipresente y la necesidad imperativa de su expansión. Solo a modo de ejemplo, este enfoque tendrá una personificación destacada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en la forzosa proclamación del fin de las ideologías, en la asunción de ciertos principios y valores como fundamentos indubitables de cualquier construcción económica o social, o en la comprensión de la democracia liberal como sistema definitivo e inapelable. Aunque este cuadro puede ser controvertido por simplista, sí es útil para resaltar que vivimos, en definitiva, dentro de un espacio multipolar y caleidoscópico, recorrido por un extenso entramado de núcleos ideológicos que se interrelacionan y donde todo presupuesto cae bajo una luz de sospecha. Sin embargo, alcanzado este punto, debemos acotar el alcance de esa tensión que palpita: ¿cabe presumir que esa desconfianza anega a su paso cualquier postulado posible? Evidentemente, no.
1. Finitud y limitaciones de nuestro planeta
Para un acercamiento al escenario de partida, creemos oportuno plasmar una evidencia preliminar: la autenticidad de los problemas medioambientales suscitados por las prácticas humanas parece estar al margen de cualquier polémica seria. Tanto es así, que incluso aquellos en principio perjudicados por una hipotética solución (gobiernos de países con altos niveles de producción y consumo) promueven cumbres anuales para declarar a través de los altavoces y las pantallas del mundo que esta vez sí van a encarar las miserias naturales que ellos y sus representados provocan. Programa 21, la cumbre de la Tierra de Johannesburgo, la cumbre de Kyoto o, más recientemente, la de Lima. Los resultados de esta grotesca teatralización son elocuentes por sí mismos: constancia en la aceleración del cambio climático, aniquilamiento de especies animales y vegetales, aumento de la huella ecológica global, agotamiento de las fuentes de energía no renovables, acidificación del ecosistema terrestre y marino, saturación de la biosfera, y un etcétera letal. ¿Estamos en la antesala de una derrota irreversible?
Aunque habrá quien reflexione sobre la dificultad que entraña salir vencido de una batalla a la que ni siquiera te has personado, el desafío medioambiental se reserva una singularidad: como ocurre en las batallas contra uno mismo, no afrontarlas de cara no significa trascenderlas, ni mucho menos eludirlas, sino garantizar un fracaso integral. Fracaso en su acepción de desastre, de ruina, de automutilación moral, física y, en último grado, civilizatoria. El hombre como depredador del planeta, justo cuando creía haber superado el estadio donde él era lobo de sí mismo: naufragio rotundo, sin paliativos ni opciones de segunda oportunidad. Aún con todo, la insensatez en esta materia depara una última paradoja. Lo genuinamente trágico de este diagnóstico no se deslinda tanto de sus secuelas objetivas, como de sus causas subjetivas: es un dictamen condenatorio conocido y asumido por todos. Pero, ¿cómo aprende a caminar el hombre que ya resbala en el abismo? He aquí la autoficción. En nuestro pozo de lucidez, rescatamos una entelequia, una protección quimérica que se nutre de ignorar el abanico de certezas infranqueables que la niegan. Y a uno le da por pensar que estamos forjando la herradura de Niels Bohr a escala cósmica. Zizek reiría de nuevo, ahora más triste. Una mueca de nostalgia hacia lo que, de seguir esta senda, tarde o temprano dejaremos de ser.
Aunque el origen del deterioro medioambiental parece fraguarse en los altos hornos de la Revolución Industrial, no es hasta el siglo XX cuando una minoría de conciencias empieza a denunciar la dimensión de este problema, con un énfasis pronunciado a partir del tercer cuarto de siglo. Desde los años 50, 60 y 70, científicos, investigadores y movimientos ecologistas coinciden en subrayar la finitud de nuestro planeta como límite insoslayable a las prácticas del ser humano, arropados por datos, pruebas y un sinfín de cifras que así lo atestiguan. Estas estadísticas han ido mostrando una pauperización progresiva e intensificada de las condiciones materiales de nuestro entorno, en una estrecha correlación con el despliegue de la tecnología, la diversificación del consumo, los procesos de industrialización, el éxodo rural o el robustecimiento de la demanda mundial, entre otros. Pero bajemos a la realidad con algunos ejemplos: desde los tiempos anteriores a la Revolución Industrial, la concentración atmosférica de dióxido de carbono se ha incrementado en más de un 30%, observándose en la actualidad una tendencia claramente ascendente de sus emisiones que, se prevé, revertirá en un aumento de la temperatura global de entre 2 y 5 grados centígrados; la huella ecológica mundial se ha situado ya por encima del 1’5, lo que significa que necesitamos la superficie de un planeta y medio como la Tierra para hacer sostenible nuestro actual modo de vida o, dicho de otro modo, que nuestro planeta dedica un año y medio a regenerar lo que la humanidad consume en doce meses; desde 1986, con la única excepción de 1991, se han extraído constantemente cantidades de petróleo superiores a las que se descubría, en paralelo a una demanda desaforada, de manera que llevamos cerca de treinta años parasitando las rentas del pasado (Sempere et al. 2008); tan solo un siglo atrás, el 12% de la superficie terrestre estaba ocupado por selvas tropicales, mientras que hoy el porcentaje se ha reducido a un exiguo 4-6% (Stihl, 2008); una de las consecuencias más dramáticas de nuestra negligencia medioambiental es la creciente escasez de agua en cada vez más lugares del planeta; la calidad de los océanos, mares y ríos se ve ininterrumpidamente mermada a causa de las ingentes cantidades de residuos que generamos y seguidamente vertimos . A pesar de que las heridas que abren al planeta en canal son múltiples y profundas, la contemplación de su urgencia tiende a ser neutralizada por la resignación y la desidia. Para su tragedia, el ser humano desdibuja las verdades incómodas entre la oscuridad de las cifras.
2. Colapso moral
Parece un hecho concluyente que la finitud de nuestro planeta y sus limitaciones materiales imponen un viraje radical en la tradicional concepción de lo que para Occidente ha sido el modus vivendi, exigiendo particularmente una inmediata reflexión sobre nuestra filosofía de vida y una posterior catarsis en la forma de relación que mantenemos con la tierra que pisamos, el agua que bebemos o el aire que inhalamos. Pero, aceptemos por un momento fugaz el supuesto hipotético de que esto no ocurriera así, ¿qué posición adoptaríamos si esta ontología del ser y sus derivaciones prácticas fueran sostenibles en términos medioambientales? ¿Se diluiría, entonces sí, el imperativo de un cambio drástico o persistiría, por el contrario, esa necesidad? La pregunta es relevante porque en caso de persistir, las razones de dicho imperativo no las encontraremos ya en una perversión exógena al estado civilizatorio, sino que habríamos de reconocer que la corrupción vive adherida en algún punto o puntos neurálgicos del sistema que nos gobierna. Lo que está en cuestión, por tanto, es la sostenibilidad moral y no ya ambiental del modo de vida que hemos constituido y que, en última instancia, remite a lo que subjetivamente somos desde un plano tanto individual como colectivo. De alguna forma nada simbólica, en la respuesta nos jugamos la vida.
Conscientes de que las sociedades posmodernas son suficientemente complejas como para abocar al fracaso a cualquier abstracción que pretenda integrarlas y explicarlas en su totalidad, sí creemos plausible, sin embargo, esbozar algunas particularidades que las definen. Si nos retrotraemos en la historia, la cultura europea, en su más amplio significado, se nutre sustancialmente de la corriente protestante escindida en el siglo XVI de la rama católica, conservando ambas un sustrato esencial de la tradición judeocristiana. Este cisma pone de relieve el carácter embrionario de una construcción que iba a absolutizar los siglos venideros: el individuo y la razón humana como matrices explicativas de toda realidad. Abrazando la tesis weberiana sobre el origen del capitalismo, solo en este contexto de renovado antropocentrismo pudieron prosperar las lógicas del capital que hasta hoy nos alcanzan. Rasgos de esta aventura son: el paroxismo racionalista aplicado a la mecanización y a la productividad; la eclosión indómita de innovaciones técnicas y científicas; el auge de la clase burguesa y las revoluciones alzadas en su nombre para subvertir un poder caído de Dios; la filosofía del sacrificio y el ahorro que redundan en ciclos inagotables de inversión; o la creencia en una sociedad, la europea, que estaba llamada a liderar el curso humano a través del camino progresivo de la Historia. Todo ello, insistimos, ha servido como caldo de cultivo para evolucionar hacia las actuales sociedades posmodernas. Pero, retomando la perspectiva del presente, ¿cuáles son en la actualidad los efectos sociológicos de este turbulento cóctel?
En el trasfondo de la anterior enumeración, tan aparentemente aséptica y descriptiva, se desliza un eje de prioridades que hoy conserva toda su vigencia: en concreto, la centralidad de lo material, haciendo del dinero su principal bandera , y la primacía de la competitividad y el egoísmo como pulsiones preferentes del desarrollo humano. La demostración más transparente de esta vigencia se plasma en la llamada “sociedad de consumo”, significante que alumbra con luz nítida su propio significado: vivimos en la necesidad permanente de consumir. Gracias a ello, el sistema subsiste. ¿Supone esto una depravación moral de lo que ha de ser una comunidad humana? Como es fácil adivinar, el problema no se infiere del consumo per se, sino de su condición delirante e insaciable. Debemos empezar por reconocer que el umbral de necesidades autoimpuesto por un ciudadano estándar excede en un amplio margen el de sus necesidades reales. Pero, ¿por qué es este superávit tan determinante? Si husmeamos un poco en su composición interna encontraremos, sin ninguna perplejidad, una lista interminable de cosas, propiedades, hambre de éxito y notoriedad pública, complementos, viajes, un buen coche, o dos, estabilidad económica, una primera casa donde vivir y otra para veranear, aspiraciones a un empleo respetable, una remuneración acorde a nuestra responsabilidad, no se crean que nos vendemos a precio de saldo, ché… es sencillo imaginar lo demás. La materialidad hecha cultura y el sujeto convertido en su producto estrella. Para lograrlo, se nos dice, debemos ser eficientes, sacrificarnos a diario, no curiosear qué demonios habrá fuera del camino previamente circunscrito, competir por un expediente intachable, leer a Paulo Coelho a toda velocidad para exprimir un poco más el tiempo y procurar engullir otros dos cafés para no caer rendido donde sea que trabajes. Surrealista. Como surrealista es que, pese a los visos de irracionalidad que este proceso comporta, planifiquemos la totalidad de nuestro proyecto vital en torno a ese compendio de innecesidades materiales.
¿Tomamos en algún grado conciencia de nuestra hostilidad social? En algún grado, sí. El último sabor es obstinadamente amargo. Abrumados por la rutina, incorporamos tendencias suicidas al estrés y a la ansiedad, pecamos de irascibilidad, mal humor, frecuentamos crisis nerviosas, existenciales, crisis de los 30, de los 40, crisis financiera, moral, de pareja, crisis. Es natural. La gran frustración que imprime el culto al consumo es que la dimensión humana capaz de acaparar un objeto es tendente a cero. ¿Cómo suplir esta carencia mortal? Acudimos en masa a la emancipadora idea de “ocio”. El tiempo libre en contraposición al tiempo esclavo. Nos resignamos diez meses al año con el único propósito de alcanzar una abstracta liberación durante los dos meses que restan. Y he aquí la trampa fatal. El círculo que se cierra sobre nosotros: horarios, visitas guiadas, gastos por doquier, angustia ante el compromiso de hallar una paz renovadora que se demuestra ineficaz, el tiempo que de pronto nos sobra y no sabemos qué hacer con él porque apenas conocimos el significado de habitar humanamente el presente. Como si el verbo “tener” asaltara los íntimos dominios de todos los verbos, el ocio termina por convertirse en la porción más cautiva de nuestro trabajo.
II. EL PROYECTO DEL DECRECIMIENTO
Sin mencionarlo, hemos ido delimitando, si bien negativamente, los fundamentos sobre los que se asientan las teorías decrecentistas. En efecto, el decrecimiento esboza un modelo socio-económico y cultural capaz de dar una respuesta efectiva tanto a las exigencias de la finitud y límites del planeta como al colapso moral donde el sistema productivista y neoliberal naufraga. Los principales requisitos para su puesta en marcha son sencillos: descomplejizar el mundo, renunciar a ese entramado de posesiones innecesarias, y entregarse a la felicidad de “ser” colectivamente, lo que no significa renunciar a las riquezas naturales de uno mismo, sino su puesta en común y consiguiente expansión. Frente al consumismo y productividad patológica, el decrecimiento postula una sobriedad voluntaria en la posesión y una multiplicación comunitaria de las subjetividades. A continuación, trataremos de realizar una breve inmersión, que ni mucho menos tiene ánimo de exhaustividad, en el océano de las propuestas que el proyecto decrecentista ha confeccionado, destacando nueve pilares fundamentales. Nuestro espíritu, humildemente divulgativo, pretende ayudar al lector a tener un primer acercamiento a los planteamientos más importantes y sugerentes de este apasionante universo.
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