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J. Padilla. "La solución para Cataluña"

Javier Padilla Moreno-Torres

Estudiante de Derecho y Administración de Empresas de la Universidad Autónoma de Madrid.


Es difícil negar que los humanos necesitamos establecer atajos para hacernos una idea de lo que ocurre y, tanto por su complejidad intrínseca como por los elementos sentimentales involucrados, nos supera. Particularmente en las campañas electorales exigimos unos tiempos, respuestas y resultados que pudieran no ser los idóneos para buscar el posible acuerdo más razonable ante situaciones que, de antemano y necesariamente, suponen un dilema irresoluble; bien está esa exigencia simplificadora mientras se conozca y relativice. Cuando Pedro Sánchez, Albert Rivera o Pablo Iglesias, desde distintas posturas, vienen a decir que tienen la solución para Cataluña y, este último, afirma que en el caso de que ellos gobiernen "la mayoría de los catalanes no querrá irse" pudiera estar cayéndose en el riesgo de asumir algo de lo que parece difícil convencer a los partidos nacionalistas: la simplificación de pensar que Cataluña es un solo pueblo.


Argumentan Pau Marí-Klose e Ignacio Molina en El País que, incluso admitiendo que los catalanes tuvieran el derecho a “autodeterminarse” sin tener en cuenta la Constitución Española, hay una cantidad importante de inconvenientes en hacer un referéndum que, en ningún caso, sería capaz de solucionar el problema de fondo de este asunto:Cataluña está atravesada por una fractura social y política que difícilmente se puede cruzar tras una deliberación democrática porque refleja identificaciones primigenias”. Dicen los autores que el mitificado caso escocés poco tiene que ver con el catalán porque Escocia no tiene división identitaria y que “en realidad no hay solución más allá de sensatas fórmulas de “conllevancia” que trabajosamente se empeñen en construir, con grandes dosis de diálogo y generosidad, sistemas de poder compartido”. Que Cataluña se halla dividida en dos parece claro viendo la correlación entre identidad puramente catalana, lengua materna el catalán y voto a partidos que defienden la independencia, y comparándola con los que declaran identidades mixtas o puramente españolas, lengua materna el español y voto a partidos que no defienden la independencia. Tal y como Pau Marí-Klose ha venido a decir en distintas ocasiones, a partir de los datos del CIS, entre las clases media-baja y obrera, que frecuentemente tienen de lengua materna el español, el independentismo no ha calado tan significativamente. Lluis Orriols mostró en diciembre de 2014, con un gráfico titulado "Las Dos Cataluñas", la intención de voto a los partidos según la nacionalidad y no deja lugar a dudas: el 80% de los que tienen una identidad catalana votarían partidos independentistas y el 85% de los que tienen identidad española o mixta a partidos que no defienden la independencia. Salirse del eje identitario es muy complicado en Cataluña como pudo comprobar Podemos en las últimas elecciones en la comunidad.



¿Qué hacer con las identificaciones primigenias? ¿Podría establecerse un Estado a partir de una deliberación racional alejada del sentimiento nacionalista? Quizás se podría; en Cataluña no parece que esté ocurriendo. ¿Pudiera eventualmente un referéndum ser una solución razonable para formar un Estado democrático que garantice una defensa de sus minorías? Quizás sí; en Cataluña, sin embargo, no hay una mayoría nacional y lingüística clara: un referéndum, o una eventual independencia, probablemente no haría sino trasladar el problema a otro momento polarizando las distintas identidades.


Partiendo de la quizás inocente base de que (1) la teoría del adoctrinamiento a los catalanes es insuficiente para explicar la situación de desconexión catalana y sus mayores preferencias descentralizadoras y que (2) ni el más apasionado independentista pudiera defender razonablemente que quiere convertir Cataluña en un lugar donde el idioma y la identidad española no tuvieran cabida (teniendo en cuenta que un 55% de la población catalana tiene el castellano como lengua materna), la reflexión lleva irremediablemente a un punto muerto de difícil avance: aceptando la noción de nación política basada en valores republicanos que plantea Manuel Toscano (en contraposición con la inevitable nación cultural) como la positiva y única ilustradamente defendible resulta difícil discutir contra la realidad de que en Cataluña existen dos probables naciones cultural diferenciadas, aunque altamente superpuestas, y que esta realidad no va a cambiar ni debe porque la nación política sea el Estado español o un hipotético Estado catalán; no sea que estemos confundiendo, a un lado y a otro, necesario totalitarismo asociado a la independencia o a quedarse en España. Manuel Arias Maldonado, citando a Benedict Anderson, habla de la nación como comunidad imaginada, que no imaginaria, basada en algunos elementos comunes como son la lengua y determinados elementos culturales: ninguna nación (ni siquiera política, viene a decir) dejaría al final de ser una autoficción con más o menos elementos de realidad que la sustenten; la paradoja es que una nación cultural existe más cuanto más personas estén de acuerdo con su existencia y convive en múltiples escenarios de mayor o menor poder político y una nación política no responde del apoyo popular sino de disposiciones legales y técnicas que necesitan de procedimientos para un efectivo control del poder. De este modo el número de naciones culturales puede ser ilimitado en una nación política. Al contraargumento del ilustrado independentista que diga buscar la nación política y no la cultural (independentistas no nacionalistas) sería inevitable no replicar que en las actuales circunstancias, vistos los datos referenciados antes, lo que están buscando buena parte de sus conciudadanos viene motivado etnolingüísticamente antes que racional, funcional o ideológicamente: es un sentimiento catalanista antes que un deseo de realizar políticas diferentes. ¿Dónde está, se preguntaba José Antonio Montano en Twitter, el independentista que critica el proceso en su totalidad? ¿Dónde están los sinceros independentistas que entienden la dificultad de la tarea y que prefieren no tener un estado propio en estos momentos a hacer las cosas por las bravas sin una mayoría suficiente?


El vídeo electoral de Junts Pels Sí para las elecciones autonómicas que mostraba a Gerard Piqué y a Sergio Ramos abrazados con el lema Mejor Vecinos resulta clarificador del simplificado universo del actual independentismo: no se aborda la ruptura entre catalanes que conviven en el mismo territorio con posiciones identitarias diferentes, que es desde lo que en el fondo se trata cuando decimos que tenemos el derecho de autodeterminarnos sin que el resto del Estado vote, sino que se plantea como la decisión de una parte que es sustancial e inequívocamente distinta del resto. La respuesta en El País por parte de otro catalán apellidado Piqué, en este caso del que fuera ministro del Partido Popular, Josep Piqué, es realista: para el sincero independentista no debiera ser entre Ramos y Piqué la controversia, sino entre un catalán que se siente español, como Gasol, y Piqué. Si España es un país plurinacional, Cataluña, sea lo que sea, futura nación política o no, lo es todavía más. ¿Cómo construir un país en que puedan Gasol y Piqué convivir con distintos sentimientos nacionales? ¿Qué han hecho otros países con tales diferencias irresolubles cuando la tensión ha aflorado?


Probablemente no hay país en el mundo con una diversidad y heterogeneidad comparable a la de India. Cuando Artur Más o Carme Forcadell ponen a Gandhi ponen a Gandhi como referente, quizás lo hagan como ejercicio crítico consigo mismos; resulta más probable la hipótesis del puro desconocimiento: la gran decepción de Gandhi fue la partición de la Gran India. En India, claro, se incorporan ejes de tensión que en España no tenemos: la religión fue el factor determinante a la hora de la creación de Pakistán y resulta imposible entender el problema en Cachemira sin el conflicto entre el hinduismo y el islam. Sin embargo, quedaron en la India infinidad de territorios con diferentes lenguas y con culturas claramente marcadas. Según el historiador indio Ramachandra Guha los estados actuales indios se configuraron por criterios lingüísticos antes que históricos y los conflictos en algunos territorios (Nagaland, Punjab, Mizoram, Sikkim, Gujarati) responden a un crisol de tensiones que tienen el sentido identitario en mayor o menor medida como un eje fundamental. ¿Cómo se las han apañado para convivir? Pues no ha habido solución única y la volatilidad ha sido la regla general. Si en 1984 entraba el ejército mandado por Indira Gandhi a Amritsar combatiendo a los independentistas del Punjab; en 2015 un servidor puede atestiguar lo orgulloso de ser indios que se sienten una buena parte importante de los punyabíes, sean hindúes o sijs. ¿De qué sirve India para ilustrar el problema catalán? De poca cosa; quizás para tratar de ver lo amplia que puede llegar a ser una nación política y la cantidad de naciones culturales que puede albergar: hay indios que no tienen idea de una palabra de hindi (lengua nacional) y cuya cultura y medio de vida no tiene absolutamente nada que ver con los de los distintos territorios de india; la inmensa mayoría de ellos no tienen problema ninguno con su pertenencia a India y sienten más bien orgullo.





En Quebec, por su parte, se da una paradoja curiosa que pudiera servir también de reflexión: los quebequeses se sienten, simultáneamente, menos canadienses y menos independentistas que cuando realizaron el referéndum. En el sentir individual no debiera meterse demasiado ni el estado ni nadie, si fuera posible: bien es verdad que esto parece en las circunstancias actuales más aplicable a la Generalitat de Cataluña que al Gobierno Español.


Visto, en definitiva, que lo que hay en Cataluña son dos comunidades diferenciadas en lo identitario y lingüístico y que esto a corto plazo no va a cambiar resulta descabellado pensar en grandes soluciones de cualquier tipo. Como recordaba José María Ruiz Soroa, una Cataluña independiente tendría el mandato internacional de proteger a sus minorías y de garantizar el uso del español; es posible que hubiera un mayor control sobre la política lingüística de un hipotético gobierno en una república independiente catalana del ahora efectivamente ejercido. Resulta en todo caso ingenuo pensar en algo que no sean fórmulas de “conllevancia” y convivencia que traten de garantizar el mayor respaldo posible y el menor choque entre las distintas comunidades: al fin y al cabo, en la mayoría de los casos, no hay ningún problema que entre dos personas que viven en Cataluña, una sintiéndose solo español y otra únicamente catalán, puedan ponerse de acuerdo en unos mínimos de connivencia que permitan a los dos sentirse como quieran y desarrollarse como mejor puedan.


No hay una mayoría social para la independencia en un caso como el que nos atañe con un eje identitario tan marcado; un referéndum, más que la solución, supone la polarización. Es difícilmente admisible que un 50% de los votos fuera suficiente para independizarse y, en las actuales circunstancias, la independencia debería racionalmente (incluso desde el punto de vista de un apasionado independentista) esperar. Por otro lado las preferencias de, esta vez sí, la mayoría de los catalanes y del resto de españoles son diferentes respecto a multitud de temas como el autogobierno y la descentralización necesaria y resulta complicado no aceptar que Cataluña deba tener un estatus propio dentro de España. ¿Cuál? No lo sé; es materia de discusión en la que difícilmente estemos una mayoría de acuerdo pero que seguramente merezca la pena abordar. Sí tengo más claro que, siguiendo a Juan Claudio de Ramón, una ley de lenguas para que quedara claro que el estado se expresa en catalán, gallego y vasco podría ayudar a que parte de los ciudadanos de dichas comunidades se sintieran más conformes; también que en las comunidades monolingües se estudiaran nociones del resto de idiomas españoles.


Desde un punto de vista independentista se me podría objetar que, como dijo David Fernández en una entrevista en Jot Down, mi teórica falta de nacionalismo viene de que ya tengo una nación, España, con la que me siento relativamente conforme. Por otro lado, arguye Soroa, no parece posible sostener un debate abierto y productivo sobre la unidad territorial española cuando, ya de entrada, una de las opciones está condenada como imposible de realizarse. Son objeciones razonables sobre las que solo puedo decir que no tengo una respuesta clara; quiero pensar que mi sesgo españolista no enturbia mi análisis y que en mi argumentación hay poco de nacionalista (no entiendo España, ¡ni Cataluña!, como entidades imperturbables que existirán siempre): al fin y al cabo la nación política también es una autoficción y, como decía burlonamente Montano a propósito de la polémica con Trueba, ya tenemos suficiente con ser españoles como para tener, encima, que sentirnos orgullosos de serlo.


Por otro lado no he dicho ninguna palabra sobre lo que está ocurriendo en la actualidad en la política catalana para poder abstraerme a lo que pudiera ser una búsqueda razonable por la independencia. La situación política catalana, desde mi punto de vista, es un disparate y la Ley, ha de quedar claro, ha de ser siempre lo primero en democracias como España que respetan los derechos humanos y los derechos de las minorías: todo lo referente a la voluntad inalienable del pueblo catalán, del derecho a decidir y de no acatar al Tribunal Constitucional no ha tenido aquí cabida para poder ir un poco más lejos en mi análisis y no quedarme en lo obvio. En un escenario muy diferente al actual estaría a favor de cambiar la Constitución Española para que pudiera haber un referéndum vinculante; esto no ha llegado aún ni se atisba. En esta situación me parece más razonable la inacción del Partido Popular que la propuesta de Podemos de un referéndum, en base al artículo 92 de la Constitución Española, que supone probablemente un fraude de ley. El independentista que admite la legalidad española y que está dispuesto a ir por los cauces, penosos y lentos, que la democracia (¡y la realidad!) impone en situaciones de tamaña complejidad aún no se ha dejado ver por el debate público. Quisiera uno creer que en un contexto general de mayor integración política europea en algún momento estos temas dejarán de tener importancia; sin embargo mucho me temo que seguiremos con esta traca incluso a largo plazo.


Cataluña no tiene solución, es verdad. Pero el problema catalán puede simultáneamente verse como una bendición y como una fuente de riqueza cultural considerable: dos comunidades superpuestas con mucho en común y un bilingüismo que es enriquecedor. Se suele reclamar desde Cataluña una propuesta entusiasta y seductora que los convenza para quedarse y que en vez de una campaña del miedo se haga una positiva y proactiva; mucho me temo que ese inocente entusiasmo colectivo y político falto de escepticismo es más bien fuente de frustraciones individuales y de distopías variadas. Más que maximalismos de ningún tipo que difícilmente puedan llevar más que a grandes decepciones por unos lados u otros debemos avanzar, ya que en un caso como este de identificaciones primigenias es muy difícil convencer, hacia el mayor consenso posible que incluya a la mayor parte de la población en el encaje temporal que se encuentre. Me dirá el avezado independentista que, puesto que hay un 80% de la población favorable a hacer un referéndum, el consenso está en el “derecho a decidir”. Pero una solución unívoca como independencia o estatus quo que deje aproximadamente a la mitad de la población catalana en cada caso fuera no es manera de hacer las cosas en una democracia. Solo una extraordinaria y cuidadosa política podrá, aun dejando fuera a los más convencidos, conseguir un apoyo suficiente para centrarnos en otras cosas; yo apuesto a que en 100 años, por mucha integración conseguida gracias a la Unión Europea, seguiremos teniendo el eterno problema territorial catalán inevitablemente unido a lo que sea la unidad de España. Se diría que, paradójicamente, España tiene dos posibilidades de dejar de existir tal y como la hemos conocido: la independencia de alguna de sus partes o el desistimiento de los nacionalistas periféricos a ser otra cosa. Entre estas dos tensiones parece que nos moveremos a lo largo del tiempo; y está bien así: hacen falta políticas que se ajusten a lo que hay y no a lo que nos gustaría que hubiera.

 

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