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A. Muñoz. "Una animal jornada electoral: una crónica diferente del 20-D"

Andrés Muñoz Rojo

Graduado en Ciencia Política (UAM) y Máster de Cooperación Internacional (Instituto Ortega y Gasset)


Llegó –y se fue– el 20-D. La tan esperada y señalada fecha en el calendario ferial de nuestro país. Sí. La fiesta de la democracia. Pero esta vez, la cosa se fue a “rave”. La más desenfrenada conga de entre todas las elecciones anteriores, desde que se comenzó a pinchar allá por el 78. Será porque el contexto de la histórica cita incitaba a festejar con mayor dureza (la “retransición”, el asalto de la nueva política, el cerco al bipartidismo, la sobredosis de debate televisivo, la “locuroscopia”, la fiebre de las encuestas, el “ruíz” recíproco cara a cara o el “je suis Mariano” tras el guantazo).


Mi jornada electoral comenzó bien pronto por la mañana. A las 7:00 horas, saltaba la melodía del despertador del móvil: “I am a man of constant sorrow” –el hit de los Soggy Bottom Boys–. El lema no invitaba al optimismo electoral. Sonaba a vieja política. Decidí cambiarlo: “Hello”, de Adele, mucho más “chav”. “Hello 2016, goodbye 1978”. Ahora sí, perfectamente sintonizado con la nueva política.


Apresurándome por el gélido frío murciano, me dirigí a compartir mesa. La vuelta al cole. En el recibidor del C.E.I.P. Los Álamos, un desfile de caras largas y resignación. Salvo los suplentes. Los suplentes se fueron despidiendo, agitando efusivamente los brazos y gesticulando la “V” de victoria. Ni en el balcón de Génova se celebra con tanto entusiasmo. Luego entendí por qué.


Una vez constituidos como mesa electoral, nos pusimos el mono de trabajo. Se respiraba tranquilidad en las primeras horas de la mañana: una votación por goteo, al ritmo de los jubilados del barrio. Sin embargo, a partir de las 11, comenzó el chorreo incesante de votos cuyo momento culmen fue –¿adivinan?– el pos-aperitivo. Más de uno llegó más animado de la cuenta. Costaba, y mucho, decidirse por el voto. Faltó lucidez. Tras su paso, quedó en el ambiente un leve tufillo a fritanga y vermú. Hubo paz.


Fue la participación de los jóvenes la que se hizo de rogar. No. No por los expatriados del voto rogado, sino por los “free riders” que se arrugaron más de la cuenta en el camastro. Aunque aquejados por la resaca, finalmente se dignaron a cumplir con el deber cívico: el Real Madrid contra el Rayo Vallecano. Ya tras el partido y con la tranquilidad del deber cumplido, hicieron lo propio metiéndole gol al Congreso, y de penalti al Senado.


Tampoco faltó el/la histérico/a indeciso/a de las 19:55 horas que, con la presión del reloj y la ansiedad de las prisas, erró estrepitosamente en la papeleta, en favor de “VOX” y en detrimento de “Muerte al Sistema” –Adiós. Gracias–.


Al fin. 20:00 horas. Se cerraron filas. –A Dios, gracias–. Un suspiro de alivio. “Con calma, que todavía falta el recuento” –anunciaba, con cierta malicia, el funcionario de la Administración–. Aquí, me di cuenta del atraso decimonónico de nuestra democracia. No. No la ley electoral. Sino la burocracia preconstitucional que exigía incluso escribir “en letra” el número de votos cosechados por partido. Tantas veces como partidos, en una veintena de documentos distintos –pero paradójicamente iguales–. Yo, parecía el Chaplin de “Tiempos Modernos”, mecanizando la firma del “boli” como si se tratase de una cadena de montaje. Con la inercia, hasta firmé varias camisetas de las “apoderadas” de Ciudadanos. Aunque lo peor estaba por llegar: el recuento del Senado. O un macabro sudoku que provocó la hemorragia cerebral generalizada.


Por suerte, casi todos éramos hijos de la LOGSE. Salimos airosos. Todo impoluto. Ay, tanto drama, para que luego el funcionario, con un simple toquecito en su tableta, registrase todos los datos en un santiamén. Se nos quedó una cara mariana (“¿y la europea?”).


Fin de la misión. Yací exhausto y famélico –no pude evitar acordarme de los jocosos suplentes–. Tampoco pude resistirme a devorar con placer un par de deliciosos bocadillos, cortesía del catering del PP. Me lo pedía el cuerpo. Al traste los principios. Mi ideología es la gastronomía.


Conclusión. Ojalá no se repitan elecciones. El principal perjudicado no sería ni el PP, ni el PSOE, ni Podemos, ni el PACMA. En todo caso, nosotros, los santos inocentes del domingo de infarto electoral. Pues no, no cuenten conmigo. Manden a la Guardia Civil. La esperaré encadenado al sofá de casa.

En fin. Ya se veía viniendo. El 20-D fue la guinda del pastel. A partir de dicho día, se confirmó la hipótesis: hemos dejado de ser ciudadanos –ciutadans– para convertirnos en animales políticos. Así lo demostró la irascible fauna ibérica que, tras años de rabia y excitación contenidas, acudió en estampida a los colegios electorales. El atronador rugido de la participación. Decían: “A fin de cuentas, estas elecciones, las ganó España. En concreto, la sociedad”. Pues sí, hemos dado un salto en la civilización: de ciudadanos a insaciables animales políticos. Y es que la política se ha colado en nuestras casas –y camas–. Y esta vez, ha venido para quedarse.





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