top of page

I. Alonso-Buenaposada. "Abya Yala: del epistemicidio y del derecho a resistir"

Irene Alonso-Buenaposada del Hoyo


Nuestro sufrimiento llegó con el primer navío que llegó

a América

Sampre, indio Xerete


La condición del indígena puede mejorar de dos maneras:

o el corazón de los opresores se conduele al extremo de reconocer el derecho de los oprimidos,

o el ánimo de los oprimidos adquiere la virilidad suficiente para escarmentar a los opresores.

Manuel González Prada

Desde que en 1971 Eduardo Galeano escribiera que “las matanzas de los indígenas que comenzaron con Colón nunca cesaron” (1) han transcurrido más de cuarenta años y, sin embargo, esta afirmación no ha perdido un ápice de su veracidad y vigencia. Hasta hoy las venas de América Latina aún están abiertas. Es cierto que la matanza y la represión de los indígenas en el continente americano ha cambiado, en parte, de verdugos pero no así de víctimas. Hoy parece que sus principales riesgos se derivan de la globalización −entendida aquí como un concepto del Norte y que, por tanto, es funcional a los intereses de este−, y su intento devastador de homogeneización en un proceso de expansión de la ley del valor.


De todas formas, parece difícil negar que la situación para estos colectivos ha mejorado mucho en los últimos años. De hecho, numerosas constituciones de Latinoamérica (2), como las de Bolivia o Brasil, les reconocen como una categoría jurídica determinada con derechos y deberes propios, pero la implementación de este tipo de políticas no ha sido tan exitosa como se podría desear. Por otro lado, numerosas multinacionales, en ocasiones en connivencia con gobiernos locales, se adueñan de recursos que son propiedad de estos pueblos. En el medio, numerosas tribus indígenas que luchan por no desaparecer en un proceso que parece que requiere su homogeneización para hacerles partícipes de la vida social, política, económica y cultural de los estados donde habitan. Así, “los excluidos del sistema están llamados a la inclusión o a la desaparición lenta o acelerada, pronta o tardía, no a su pervivencia como externos, como otredad radical”(3).


Uno de los principales problemas es que los derechos que se les han reconocido a nivel tanto local como internacional no se respetan en la mayoría de las ocasiones. El otro, es que no podemos olvidar que la pregunta por los derechos humanos universales no es una pregunta universal y en ocasiones el reconocimiento de estos derechos supone más una imposición occidental o no se adapta a las necesidades funcionales de determinados colectivos, forzando así su progresiva desaparición. Todo esto en el marco de un continente que se ha visto oprimido durante cientos de años y que todavía en el siglo XX tuvo que asistir a la continuación de un nuevo colonialismo que había cambiado de signo: EEUU se convirtió en supuesto mediador de los conflictos de América Latina, sometiendo a estos pueblos y generando una dependencia económica de las exportaciones, controladas por multinacionales. Hoy, la injerencia en los asuntos internos de estos países está en manos del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, donde se marcan directrices a seguir si quieren recibir ayudas del exterior.


Pero, volvamos al tema de los indígenas. Quiénes son y qué lugar han ocupado en los proyectos nacionales. A principios del siglo XIX, Simón Bolívar manifestaba el problema que planteaban las recién nacidas repúblicas y sus clases dirigentes que no eran ni “indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles”(4). Estos legítimos propietarios del país eran precisamente los indígenas.


Etimológicamente, el término indígena hace referencia a los pobladores originarios de un lugar (inde-de allí, gens-gente) (5). De acuerdo con el artículo 1º del Convenio 169 de la OIT, sobre pueblos indígenas y tribales, son considerados indígenas “por el hecho de descender de poblaciones que habitaban en el país, o una región geográfica a la que pertenecía el país, en la época de la conquista o la colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales”(6). Son llamados también primeros pueblos, pueblos tribales o autóctonos. En la actualidad, Naciones Unidas estima que existen en el mundo por lo menos 5.000 grupos indígenas compuestos por unos 370 millones de personas y que viven en al menos 70 países diferentes (7). De ellos, la gran mayoría está excluída de los procesos de toma de decisión, o han sido “marginados, explotados, asimilados por la fuerza y sometidos a represión, tortura y asesinato cuando levantaban la voz en defensa de sus derechos”(8).


Solamente en América Latina la población indígena asciende a los 45 millones de personas (el 8.3% de la población de esta región) y es donde habitan el mayor número de pueblos indígenas en aislamiento voluntario o contacto inicial en el mundo según datos de Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para 2014. En concreto estos pueblos son titulares de derechos humanos en una situación única de vulnerabilidad que gran parte de las legislaciones sobre esta materia no contemplan.



Las atrocidades cometidas durante el mal llamado descubrimiento de América por parte de Colón son de sobra conocidas −aunque nunca suficientemente denunciadas− y exceden en mucho las intenciones de este artículo. Quizá lo más importante sea señalar que la explotación se basó en una “codificación de las diferencias entre conquistadores y conquistados, en la idea de raza”(9), y que permitía a los primeros, amparados por una supuesta diferencia biológica, la opresión sobre los otros, a los que les correspondía una “situación natural de inferioridad”(10). Tiempo después, con la obtención de la independencia, aunque se mejoraron las condiciones de vida de estos pueblos, la opresión continuó y no se liberó a los indígenas de la nueva “identidad histórica producida sobre la base de la idea de raza”(11). Es decir, la expulsión de los primeros colonizadores “no significó la independencia de estas sociedades de la hegemonía del eurocentrismo”(12). Así, la idea del indígena como inferior, primitivo, residual y un obstáculo al desarrollo permanecía.


Recordemos que en una primera etapa, tras el nacimiento de las primeras repúblicas, se impuso el liberalismo: los individuos serían todos libres e iguales, amparados por la misma Constitución y partícipes en un mismo mercado. Esta igualdad no llegó a hacerse efectiva en ningún momento y los indígenas fueron asimilados de forma institucionalizada y a la fuerza siendo convertidos en ciudadanos. El derecho “se convirtió en la herramienta del poder dominante”(13) y se utilizó para despojar a los indígenas de sus tierras produciendo la desaparición de numerosas comunidades y condenándolos, en muchos casos, a la servidumbre. La crisis del 29 marcó el cierre de esta etapa y el comienzo de lo que los historiadores han conocido como el nacional-populismo. Fue el nacimiento de un nuevo Estado Moderno y emprendedor que quería desarrollar su economía, extender la alfabetización y reorganizar el mundo del trabajo. La política indigenista en este tiempo suponía la asimilación de estas poblaciones, especialmente por medio de la educación formal y con la colaboración del ejército y diversas congregaciones religiosas. Las políticas de asimilación en la mayor parte de los casos, como señala Pedro García Olivo, suponen también un etnocidio, aunque sea por la vía suave. Es cierto que en ocasiones se logró disminuir la discriminación a través de la integración total de estos colectivos en el sistema, pero supuso la pérdida de sus formas de ver el mundo. Pese a que pudiese parecer que las afirmaciones de Fray Bartolomé de las Casas habían quedado en el pasado, en 1957 la Corte Suprema de Justicia del Paraguay tuvo que recordarle a sus jueces que “los indios son tan seres humanos como los otros habitantes de la república” (14).


Hubo que esperar hasta los años 70 “para que emergiera un indigenismo real en manos de los propios indígenas” (15), en parte debido a la explotación constante de sus territorios por parte de las multinacionales −madereras y petroleras especialmente− y como consecuencia de la imposición del neoliberalismo desde el Norte. En los años 80 y 90, se vivió un clima favorable a la movilización y organización de muchos de estos pueblos y se recogieron parte de los derechos por los que estaban luchando en diferentes constituciones. Por ejemplo, en 1991, Colombia se reconoció a sí misma como nación multiétnica. Aunque el primer impulso vino de parte de Nicaragua en 1987. La ratificación del Convenio de la OIT −al que antes me he referido y que constituye la base del derecho positivo internacional en esta materia– consolidó y reforzó esta tendencia. No obstante, a este respecto es importante señalar que la mayor parte de Convenios de la OIT, entre ellos este, han sido considerados como no fundamentales por ella misma (16), de forma que los países pueden firmarlos cuándo y cómo quieran.


Ya iniciado el siglo XXI, la situación no parece haber mejorado mucho en términos de discriminación de estos pueblos originarios, aunque ahora su mayor enemigo son las multinacionales. Desde numerosos colectivos indígenas, ahora ya sí organizados, se ha solicitado que se revisen de manera urgente las concesiones que se entregan a las industrias extractivas. Entre muchos otros, Rafael González, portavoz del Comité de Unidad Campesina de Guatemala, denunció las continuas políticas orientadas a la apropiación y a la asimilación forzada convirtiendo la autonomía de estos pueblos en mera aspiración(17). El año pasado, el director ejecutivo de Greenpeace recordó una vez más que sus derechos siguen siendo sistemáticamente vulnerados (18). Y en Chile, por poner otro ejemplo, en La Araucanía, la etnia mapuche mantiene un conflicto importante desde los 90 con empresas agrícolas y forestales por la propiedad de tierras que ellos consideran ancestrales. Como nos recuerda Galeano, los indígenas “han padecido y padecen –síntesis del drama de toda América Latina– la maldición de su propia riqueza”(19): sus tierras.


Así vemos que la historia de estos pueblos se ha caracterizado por la explotación, la opresión y, en ocasiones, los intentos de exterminio. De hecho, como nos recuerdan desde Ecuarunari (20), las políticas nacionales “han humillado a las naciones indígenas, hasta con los nombres impuestos, cambiaron las normas propias, religiones y el sometimiento forzoso que en pleno siglo XXI, está siendo latente”(21). Y vemos también que los avances legales no son garantía del fin de las políticas de exclusión y dominación que vienen desde la época de la colonización.


Si tomamos como objetivo “superar la exclusión y lograr la equidad”(22), sin por ello aniquilar la diversidad, nos encontramos con un problema complejo y sin visos de solución a corto-plazo. Quizá uno de los mayores retos que plantea es el de que los eurocéntricos pensamos mal; la idea de la que parto aquí es que “necesitamos un nuevo modelo de producción de conocimiento. No necesitamos alternativas, necesitamos un pensamiento alternativo de las alternativas” (23). El pensamiento occidental –indudablemente influenciado por una interpretación concreta de Platón– es dicotómico, es decir, ordena constantemente la realidad en polos, siendo uno de ellos positivo y el otro negativo. Esta racionalidad que ha dominado el Norte es la que Leibniz llamó indolente –término que recuperó posteriormente Boaventura de Sousa Santos. Es una razón que se considera a sí misma como “única, exclusiva, y que no se ejercita lo suficiente como para poder mirar la riqueza inagotable del mundo” (24). Una de las formas en las que se manifiesta este tipo de razón occidental es la razón metonímica que no nos permite “una visión amplia de nuestro presente”(25): tomamos la parte por el todo y nos percibimos ilusoriamente como completos, invisibilizando al resto del mundo. De esta forma recortamos enormemente la realidad.



Nuestro pensamiento –lineal, productivista, eurocéntrico, dicotómico y patriarcal– es generador continuo de ausencias. Cometemos epistemicidios de forma constante, esto es “la muerte de conocimientos alternativos”(26). Cinco ausencias son las principales: el ignorante, el residual, el inferior, el local y el improductivo. Las producimos activa y sistemáticamente como no existentes o alternativas no creíbles, en una palabra: peores. Nos imaginamos como “la culminación de una trayectoria civilizatoria, somos los modernos, lo nuevo y al mismo tiempo lo más avanzado de la especie.”(27) Los indígenas son colocados en los márgenes, condenados a la desigualdad y la opresión, invisibilizados y vistos como no contemporáneos. Afortunadamente, a este tipo de pensamiento le han comenzado a surgir grietas, aunque queda mucho camino por recorrer. En relación a esto, no podemos olvidar que las Organizaciones Internacionales están impregnadas de esta racionalidad, han mirado siempre al mundo con los ojos de los científicos del Norte, de la centralidad, y se convierten en poco funcionales para resolver este problema a no ser que complejicen su mirada, logren hacer presente lo que está ausente y asuman que su visión del mundo es incompleta.



Rescato aquí lo que Santos denomina hermenéutica diatópica, como propuesta epistémica, metodológica y política válida para afrontar los riesgos homogeneizadores que supone la globalización neoliberal para la antropodiversidad. Esta idea la toma a su vez de Raimon Panikkar quien usa este término para referirse a un tipo de hermenéutica que pone en contacto “universos de sentido diferentes con el objetivo de crear nuevos horizontes de inteligibilidad recíproca, sin que pertenezcan en exclusiva a una cultura” (28). En este planteamiento subyace la reflexión de cultura-ventana de este pensador: cada cultura es una ventana a través de la cual veo el mundo, pero que no me permite mirarlo en su totalidad, de modo que Occidente no es “la única ventana por la que se ve el mundo; ni mi yo existe sin un tú” (29). Así, las culturas se conciben como interdependientes, complementarias y siempre parciales. Para romper esa fragmentación, propongo –de la mano de Santos– la apertura de un diálogo, basado en la traducción recíproca, donde se haga necesario “comprender al otro sin presuponer que este tenga nuestro mismo autoconocimiento y conocimiento de base”(30). Crear espacios de contacto sabiendo que nos movemos en la tensión constante entre el derecho a la igualdad y el derecho a la diferencia.


La colonialidad –la incapacidad de reconocer al otro como igual–, como nos señala Leopoldo Zea en relación a los indígenas, permitió el encubrimiento de su cultura por visiones del mundo y costumbres propias de los colonizadores. Se creó un discurso por el que se reprodujo esta visión, atacando sistemáticamente la identidad del otro. Ello tuvo un papel determinante también para la cultura europea que se invistió de una suerte de superioridad por la idea de una supuesta misión civilizatoria y la incapacitó, en parte, “para imaginar relaciones horizontales entre diferencias culturales, religiosas, étnicas o epistemológicas”(31).



Insinúo que toca el momento de descolonizar y crear diálogos entre horizontes humanos que son completamente diferentes, radicalmente distintos. Esto supone incorporar la voz de todas y todos aquellos que reclaman formas de ser, vivir y sentir diferentes. Personas y pueblos que no están, ni quieren estar, en la centralidad del sistema y de los que hay mucho que aprender. No podemos dejar que la miopía occidental nos ciegue, hay que captar, como nos dice Santos, toda la riqueza para no desperdiciarla porque solo sobre una experiencia rica de base podemos pensar sociedades más justas.


Es cierto que los marcos jurídicos han ayudado a la situación de muchos de estos pueblos, pero pienso que necesitamos dar un paso más. Como nos enseñaron los pensadores de la teoría crítica lo que existe no agota las posibilidades de la existencia. Tenemos que recuperar una realidad que es mucho más amplia de lo que damos como existente; hay otros saberes, otras temporalidades, otras productividades –traer a debate la sociología de las ausencias y las emergencias. Nos hemos arrojado el derecho a ser el único mundo. Y es el momento de recuperar toda la experiencia que hemos estado desperdiciando y crear inteligibilidad sin destruir, claro, la diversidad.


Me gustaría finalizar este artículo con una reflexión de Ignacio Ellacuría que invita a pensar:


Desde esta perspectiva lo que hoy queda aún por hacer es un descubrimiento de aquello que está encubierto; es decir, una posibilidad real de que surja el “nuevo mundo”, no como repetición del “viejo mundo”, sino como verdadera “novedad”.


La pregunta esencial ahora es: ¿es esto posible?¿es puramente utópico?¿tiene realmente solución la problemática de nuestro “viejo mundo”? (32)


En mi opinión, se trata de una utopía todavía, pero una utopía realista, de esas lo suficientemente utópicas para cuestionar y desafiar la realidad existente, pero lo suficientemente realistas también para no ser descartadas tan fácilmente.


¡Que vivan las Américas!


Citas:


(1) GALEANO, Eduardo: Las venas abiertas de América Latina. Siglo XXI Editores, 1993, Madrid (España). p.74

(2)https://hcasafranca.wordpress.com/2012/06/28/pueblos-indigenas-en-constituciones-latinoamericanas/

(3) MORENO, Alejandro: La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas Latinoamericanas. IESALC, 2000.

(4) http://es.scribd.com/doc/116321441/La-Carta-de-Jamaica-Analisis-y-Aporte

(5) http://etimologias.dechile.net/?indi.gena

(6) http://www.cdi.gob.mx/transparencia/convenio169_oit.pdf

(7) http://www.un.org/es/globalissues/indigenous/

(8) http://www.un.org/es/globalissues/indigenous/

(9) QUIJANO, Aníbal: Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. Obtenido en CLACSO - Red de bibliotecas virtuales.

(10) Ibid: O.C.

(11) Ibid: O.C.

(12) HARGUINDEGUY, Juan Manuel: Un largo camino hacia el reconocimiento de derechos indígenas. (http://www.upf.edu/historiadeldret/_pdf/Un_largo_camino_hacia_el_reconocimiento_de_dchos_indxgenas.pdf)

(13) Ibid: O.C.

(14) GALEANO, Eduardo: O.C. p. 65

(15) http://www.rebelion.org/noticia.php?id=142701

(16) http://www.eldiario.es/economia/TiSA-TTIP-UE-fundamentales-OIT_0_480152838.html

(17) http://www.mapuche-nation.org/espanol/html/articulos/art-82.htm

(18)http://www.notimerica.com/sociedad/noticia-pueblos-indigenas-reivindican-proteccion-medioambiente-cop21-20151209202441.html

(19) GALEANO, Eduardo: O.C. p. 73

(20) Movimiento de los Indígenas del Ecuador

(21) http://www.rebelion.org/noticia.php?id=153120

(22) MORENO, Alejandro: O.C.

(23) SANTOS, Boaventura de Sousa: La Sociología de las Ausencias y la Sociología de las Emergencias: para una ecología de saberes. En publicación: Renovar la teoría crítica y reinventar la emancipación social (encuentros en Buenos Aires). Agosto. 2006.

(24) Ibid: O.C.

(25) Ibid: O.C.

(26) Ibid: O.C.

(27) QUIJANO, Aníbal: O.C p.212

(28) AGUILÓ BONET, Antoni Jesús: Globalización neoliberal y antropodiversidad: (tres) propuestas para promover la paz y el diálogo intercultural. (https://pendientedemigracion.ucm.es/info/nomadas/24/antoniaguilo.pdf)

Ibid: O.C.

(30) Cita textual de Panikkar tomada de CADAVID RAMÍREZ, Lina Marcela de la Milagrosa: Conocimiento como reconocimiento en el pensamiento místico-filosófico de la India: una comprensión intercultural a partir del pensamiento de Raimon Panikkar (http://revistas.javerianacali.edu.co/index.php/teologiaysociedad/article/view/712)

(31) SANTOS, Boaventura de Sousa: DEMOCRACIA al borde del CAOS. Ensayo contra la autoflagelación. Siglo XX. 2014. México.

(32) Ignacio Ellacuría. Tomado de Selección de Textos Abia Yala: Tierra nuestra, libertad. Quetzal. 1992. Tarragona (España)

Contenido más reciente

Comentarios

bottom of page