I Concurso de Relato Corto - 2º premio: "Somos unos rendidos", por Natalia Meneu Moreno
Natalia Meneu Moreno
Estudiante de Derecho y ADE, UAM.
Las cosas podían haber acaecido de cualquier otra manera, y sin embargo, sucedieron así. En el momento en que Lucía de Sacristán se despertó entre mares de sudor, Pablo Zorrilla se dedicaba a coser la mortaja que había de acompañar a su difunta madre Elena Calzada en un agujero oscuro y húmedo que la sociedad acordó llamar tumba. Lucía de Sacristán llevaba los años mal contados, y los dolores apiñados de dos en dos en los dedos de la mano. Cada mañana se sorprendía con la cantidad inaudita de desgracias que habían llamado a la puerta de su vida y que como una nube cenagosa habían acabado por impregnarla. Si le preguntabas de qué color era el tiempo, te decía que verde pastoso, ya que acostumbraba a mascar horas del día que se le quedaban enganchadas entre los dientes.
Pablo Zorrilla nació de nalgas. Su madre solía presumir de la increíble longitud de su cordón umbilical, que daba tres vueltas al cuello. Cuando asomó su deslumbrante tafanario al resto del mundo, Pablo Zorrilla permaneció tan silencioso que Elena Calzada temió haberle causado algún tipo de minusvalía durante los treintaymuchos años que había estado esperando ese momento. Sometió a su hijo a una larga penuria de análisis de sangre, cataplasmas en la espalda y manos de médicos que lo pusieron boca arriba y boca abajo, del derecho y del revés, examinaron los dientes y lo único que concluyeron fue que Pablo Zorrilla padecía el don de permanecer en silencio. Para cuando cosía la mortaja de su madre y Lucía de Sacristán boqueaba entre mares y aguas de sudores, Pablo Zorrilla llevaba en absoluto silencio casi once años. Fue tanta la inmensidad de su silencio, que la gente por la calle se cambiaba de acera para dejar paso a semejante majestuosidad y las campanas de la iglesia enmudecían cada vez que Pablo Zorrilla realizaba su recorrido diario desde su casa hasta el puerto y desde el puerto hasta su casa. Tan pesado se hizo el peso de sus segundos que Pablo Zorrilla estrelló todos sus relojes contra la pared de ladrillo que rodeaba su casa. Nunca más supo la hora.
Las últimas palabras que Pablo Zorrilla había pronunciado fueron: "Bueno, que así sea."
El misterio de su absoluto mutismo fue una de las fuerzas que motivó la locura de Elena Calzada, que pasó el resto de sus días en una residencia psiquiátrica cerca del Macondo de Márquez alegando que había tanto ruido que ya no podía ni respirar.
Las malas lenguas intentan concebir a Elena Calzada con el misterioso padre de Pablo Zorrilla de quien no heredó el apellido. Sin embargo, se equivocaban al pensar que Elena Calzada existió antes de madre; Elena Calzada nació, vivió y murió madre, sin las fases de amante o de soltera o de viuda o de hija de quien fuera. Elena Calzada siempre fue la madre. Zorrilla fue un apellido que un día encontró doblado en su cajón del escritorio, junto con la tinta y la pluma, y decidió que quedaría distinguido y consonante al lado del nombre de su hijo. Las últimas palabras de Elena Calzada en cambio fueron: "Yo no me quedo a hacer de espectadora en este mundo de mierda."
Simón Castellanos. "Macondo" (óleo sobre tabla)
Las cosas podían haber acaecido de otra manera, y la verdad es que no quisieron.
Lucía de Sacristán había sudado menos en situaciones anteriores. Sin embargo, esa noche le invadió un temor que se le hincó en la garganta y le agarró el corazón con las dos manos. Y es que la duda que tenía implantada de que se había enamorado de su propio hermano se acababa de concebir como cierta al haber soñado con una paloma enorme que devoraba las entrañas de sus propios huevos. Como la libélula que se muerde la cola, Lucía de Sacristán supo desde el principio que el final sería fatídico para ambos, y parecía que sólo ahora empezaba a darse cuenta de ello. Tanto dolor le había arrancado la capacidad de percibir la fatalidad de su propio presente, para sólo poder percibir desgracias futuras, y a ser posible ajenas. Fue Lucía de Sacristán quien, a los tres años de edad, acertó quién protagonizaría la primera muerte de Macondo, y fue ella quien vaticinó que Don Rogelio Castellanos había de padecer una crisis existencial tan intensa que terminó muriendo asfixiado del ritmo de su propio corazón. Lucía de Sacristán había conocido desgracias pasadas y futuras, dobladas y desperdigadas en forma de rumores, pero nunca había percibido una fatalidad en movimiento bajo su propio techo.
Así que cuando Lucía de Sacristán se despertó ahogada de esta nueva realidad no pudo ignorar por más tiempo que Pablo Zorrilla era tanto el amor de su vida como su hermano. Una vez Don Rogelio Castellanos increpó a Pablo Zorrilla en público bajo la premisa de “cómo te pareces a tu padre”, lo cual era tan absurdo como real. Pablo Zorrilla no guardaba ningún tipo de similitud con Elena Calzada. Tanto es así que en su quinto cumpleaños, Pablo Zorrilla proclamó a los cuatro vientos: “Esta no es mi madre”, al encontrarse Pablo Zorrilla frente a un espejo con su madre, y ver cómo ambos reflejos rehuían el uno del otro.
Lucía de Sacristán conoció a Pablo Zorrilla cuando éste se hallaba bajo la búsqueda de su furtivo padre. Sin más pistas que empezar más que su rostro magullado por la adolescencia, Pablo Zorrilla navegaba sin rumbo hasta que encontró a Lucía de Sacristán y comprendió lo inútil que era buscar un padre genético para sustituir la falta de cariño. Lucía de Sacristán comprendió al instante que a partir de entonces, ni uno ni otro tendrían el control sobre sus propias vidas, sino una especie de Cupido abotargado que no recordó que los hermanos no se casan en este lado de siglo. Después de varias semanas de sentimientos encontrados, Lucía de Sacristán y Pablo Zorrilla convinieron que no deberían volver a verse jamás si querían conservar la libertad que se brinda a la juventud. Sin embargo ninguno de los dos recordó que tras la juventud viene la decrepitud, la soledad de los últimos años y la cárcel de silencio que torturó a Pablo Zorrilla a solas con sus pensamientos.
El padre de Lucía de Sacristán se llamaba Alejandro de Sacristán, y era conocido por sus parrandas hasta el amanecer y por abarcar comida para familias enteras. Lucía de Sacristán en cambio vive enamorada del silencio de Pablo Zorrilla, por ello mismo Alejandro de Sacristán repudió la existencia de una hija que le suplicaba entre llantos que guardase el acordeón a las tres de la mañana, que los ojos se le cerraban, que sólo quería poder leer un poco. El silencio de Pablo Zorrilla y la literatura de Lucía de Sacristán encajaban de manera tan perfecta, que una vez Lucía de Sacristán se despertó entre mares de sudor, se dirigió a la casa de Pablo Zorrilla esquivando prejuicios y a su padre y a la lechera, torció dos veces la esquina al lado del silencioso campanario que coronaba la iglesia y empujó la puerta que conducía a la habitación de Pablo Zorrilla. No le dio tiempo a gritar de terror, ya que Pablo Zorrilla se situaba en el centro del parqué con la mortaja a medio terminar, boqueando en la misma postura en que Lucía de Sacristán nadaba en mares de sudor y luchaba por emitir un sonido a través de su fonética muda. Lucía de Sacristán alcanzó su brazo y le extendió un bolígrafo, con el que escribió sobre el suelo “Gabriel Santori”.
Lucía de Sacristán huyó de aquella noche y se precipitó hacia el amanecer con el nombre de Gabriel Santori por bandera. Alejandro de Sacristán, en su esfuerzo por encontrar a su hija huida y repudiada durante esa noche tan oscura, se adentró en la habitación de Pablo Zorrilla dispuesto a acabar con la pasión desmedida y contranatura que se fraguaba bajo su techo, pero cuando apuntaba con su temido rifle al cuerpo de Pablo Zorrilla, comprendió que el amor ya había realizado su tarea, y que Pablo Zorrilla no había sido capaz de terminar la mortaja de su madre antes de perecer asfixiado por los aullidos de su corazón enfermo.
Luis Prado Allende. "Farallones de Cali - Selva húmeda" (65x81, acrílico sobre lienzo)
Lucía de Sacristán se adentró en las selvas amazónicas para preguntar a los indígenas por Gabriel Santori, a lo que la bruja Cayetana Monedero respondió con la historia que unió en un estrecho lazo a Alejandro Zuruzábal y a Gabriel Santori, tanto era así que Gabriel Santori, desolado por la muerte de Alejandro Zuruzábal, contactó con su espíritu con prácticas prohibidas y le cedió su cuerpo, que Alejandro Zuruzábal aceptó gustosamente. Lucía de Sacristán no terminó de entender por qué las últimas palabras escritas por Pablo Zorrilla fueron Gabriel Santori, al igual que tampoco terminó de entender por qué Pablo Zorrilla la abandonó cuando su revoltijo de sentimientos había acabado por deshacerse.
Presa de un destino que no había escogido, y furiosa con las cosas por no haber acaecido de otra manera, y sin embargo así sí, Lucía de Sacristán arrancó cada una de las letras de su novela favorita, Los girasoles ciegos, y escogió su frase favorita para enroscarla alrededor de su cuello, como antaño el cordón umbilical que trajo al mundo al dueño de su tragedia, Pablo Zorrilla, y sumirse en un profundo sueño del que jamás espera despertar.
Lucía de Sacristán había despertado entre mares de sudor para acabar dormida de nuevo con la siguiente frase atornillándole la tráquea y liberando su corazón: “¡Soy un rendido!”.
Las cosas creían poder haber acaecido de otra manera, y sin embargo, nunca fue así.