M. Rosano. "Los publicistas tras el día de la victoria"
Mario Rosano Alloza
Licenciado en Filosofía por la UAM y estudiante de Antropología social y cultural en la UNED
Japón, uno de los últimos lugares localizados “allende los mares” o en todo caso uno de los últimos penetrados, ha sido siempre otra cosa. Ha sido algo así como el Objeto Imposible. Algo enorme, pulcro, intrincado y tremendamente atareado, que, como los dibujos de Escher, resulta difícil de computar (Clifford Geertz, El antropólogo como autor)
I.
Que Don Draper es un genio no debiera pasar desapercibido para ningún admirador de Mad Men. Un genio de las palabras, un genio de la seducción y, más importante y quizás englobándolo todo, un genio de lo implícito. Para muestra dos conocidos momentos de la primera temporada: aquel en el que se saca de la chistera ese conocido It's toasted que deja obnubilados a los directivos de Lucky Strike, o aquel otro en el que hace llorar a un irritante Harry Crane en un alarde de capacidad dramática y poética; la presentación del Carousel de Kodak. En realidad casi cualquier momento, incluso si eligiésemos algún capítulo al azar, se haría eco de esto: Don Draper es un maestro de lo implícito.
Es evidente que para despuntar en el mundo de la publicidad hay que saber leer códigos (de ahí que quizás hoy en día el mejor publicista debiera ser además un eficiente semiólogo) pero sin duda también hay que saber plantar batalla, tener capacidad de anticipación, hacer las veces de estratega, Aníbal de la Avenida Madison sorprendiendo a los enemigos por la espalda...ser, en definitiva, un lince. Y nuestro encamisado antihéroe lo es. Como pasaba con su capacidad para lo implícito, casi cualquier capítulo demostraría su olfato de sabueso, aunque estamos pensando en uno en particular que además nos permite darle vueltas a lo que se ha convertido en todo un clásico de la antropología. Uno y otro se titulan de la misma forma: El crisantemo y la espada. Este quinto capítulo de la cuarta temporada es uno de esos regalos a los que acostumbra esta serie, ya eterna. En él se destripa el libro de Ruth Benedict hasta tal punto que nuestro propósito no es otro que el de explicar por qué Don Draper es el único personaje capaz de entenderlo, capaz de aplicarlo, capaz de llevar a cabo una lectura tan atenta que ¡ay! aun hoy nos asombra que este tipo sea publicista y no filósofo.
II.
Pete Campbell, ejecutivo de cuentas de Sterling Cooper Draper Pryce, ha conseguido una reunión con cierta empresa japonesa para tratar de lanzar al mercado una nueva motocicleta. Sin embargo, la agencia publicitaria en cuestión no es la única con quien los japoneses se van a reunir. Cutler Gleason & Chaough, rival directo, también forma parte de la competición. Para la agencia de Draper esta es la ocasión perfecta para hacerse con una nueva cuenta y, además, dar en las narices a Ted Chaough, quien, según sus propias palabras, siempre aparece reflejado en el espejo retrovisor de Don, pisando sus talones, al acecho.
Tras una desastrosa reunión en la que ese niño canoso llamado Roger Sterling acaba insultando a los japoneses debido a viejos fantasmas de la Segunda Guerra Mundial, estos ponen sus condiciones: cada agencia competirá con un anuncio sin vídeo que no sobrepase los 3000 $ de presupuesto. La cuenta parece perdida, pues los japoneses no toleran demasiado bien el insulto y además no corresponden al habitual intercambio de regalos. Entonces Draper lee el libro de Benedict para darle la vuelta a la tortilla.
Así como Campbell se preocupa por cuestiones demasiado triviales o demasiado explícitas (como la de los regalos) nuestro director creativo intenta ganar a los nipones en su propia arena: primero hace creer a Chaough que la agencia va a saltarse las normas grabando un anuncio y aumentando el presupuesto, y luego se presenta ante los japoneses rechazando la competición, acusándoles de haber quebrantado sus propias reglas: efectivamente, Chaough se había presentado un carísimo anuncio con vídeo. Ante tal situación los japoneses se rinden ante él, la cuenta es suya; el bueno de Don Draper ha vuelto a triunfar.
III.
El primer punto para comprender la jugada de Draper no es sino la atenta lectura que realiza de los capítulos centrales del libro. Clifford Geertz ha dicho que El crisantemo y la espada empieza unas 40 páginas después de su arranque y termina otras 40 páginas antes de su punto final. Esto, de nuevo, señala la importancia de aquellos capítulos, los cuales versan precisamente sobre el complejo sistema moral de los japoneses. Para entenderlo hay que tener en cuenta algunos conceptos que resultan difícilmente traducibles aunque comprensibles si los presentamos de manera esquemática.
-On: obligaciones contraídas pasivamente entendidas como una deuda o una carga que uno lleva y cuya devolución supone una virtud.
-Gimu: devolución sin límites (cualitativos y cuantitativos) del on recibido pasivamente por parte del emperador (chu) y de los padres (ko). Es ineludible para cualquier japonés, que lo recibe automáticamente por el hecho de nacer y por encima de cualquier circunstancia accidental.
-Giri: Benedict lo divide, a su vez, en dos clases:
-Giri-hacia-el-mundo: supone la devolución limitada del on a los iguales (por ejemplo a la familia política. Es muy ilustrativo que la palabra para suegra sea madre-en-giri). En el pasado tenía que ver fundamentalmente con la lealtad y la gratitud, aunque hoy en día no deja de ser una virtud en cuya matriz brilla el resentimiento; lo que antes refería a la lealtad y la gratitud es hoy, en la mayoría de los casos, obligación forzosa debido a la presión de la opinión pública. La diferencia entre este tipo de giri y el gimu reside fundamentalmente en que mientras aquel es contractual, este último sería connatural. Se entiende, por ejemplo, que si un hijo mayor hace algo por su madre lo hace porque la quiere y no por un asunto del giri.
-Giri-hacia-el-propio-nombre: se le ha llamado giri fuera del círculo del on, y refiere al mantenimiento del honor, a la necesidad de que el propio nombre y la propia reputación permanezcan limpios. Así como el giri-hacia-el-mundo tenía que ver con la idea de gratitud, el giri-hacia-el-propio-nombre tiene que ver con la venganza. Por extraño que pueda parecer para la mentalidad occidental, para un japonés una y otra, gratitud y venganza, forman parte de la misma virtud. La venganza, es decir, el desquite de un agravio, se realiza para cerrar una herida definitivamente, aunque en este plano aquella no es el único rasgo del giri-hacia-el-propio-nombre que podemos encontrar. Si este supone la virtud de valorar el resentimiento de una ofensa, cabe pensar también en otras técnicas como el autocontrol, el estoicismo o incluso el suicidio. A fin de cuentas el giri-hacia-el-propio-nombre tan solo trata de canalizar la agresividad hacia formas aceptadas.
Así, hemos visto que, según Benedict, el sistema moral japonés puede ser entendido como un sistema de deudas. Si uno contrae una deuda y no cumple con sus obligaciones será víctima del agravio público, el cual provoca entre los japoneses (y he aquí la clave de cara a entender este quinto episodio) aquel famoso sentimiento de vergüenza (haji), que es capaz de cambiar el devenir de la vida y de la muerte de cualquiera. Este tema, el de la vergüenza, es recurrente en el libro hasta tal punto en que tal sentimiento marca la diferencia fundamental, en la cultura japonesa, entre la madurez y la infancia.
En el capítulo dedicado al análisis de la educación del niño, vemos como el hecho de que estos no hayan conocido todavía la vergüenza les hace comportarse de una forma que jamás volverán a reproducir: se permiten fanfarronear, se permiten quebrantar las reglas que les son impuestas, se permiten, digámoslo claro, hacer lo contrario de lo que se supone que hacen los hobbits, es decir, vivir aventuras y hacer cosas inesperadas. Por si no se ha adivinado, diremos que aquella, la vergüenza, no tiene tanto que ver con el mundo de lo bajo material (aunque también) como con que uno no haga lo que se espera que haga. Valga el ejemplo del ritual del huésped: si un anfitrión va a recibir a alguien y, cuando este llega, aquel no ha preparado aun hasta el más mínimo detalle, hará como si no estuviese, llegando incluso a cambiarse de ropa en la misma habitación en la que el huésped espera.
Este esquema moral en relación con nuestro capítulo de Mad Men deja entrever de qué forma tan espectacular se puede dramatizar un tratado antropológico. Evidentemente, ni nosotros ni Don Draper podemos llegar a tal punto de profundidad de identificar exactamente la motivación de los directivos de Honda al darle la cuenta a nuestra agencia . De hecho, podemos tan solo intuirlo. Sea como sea, Draper intenta hacerles sentir avergonzados y lo consigue; sabe que la posibilidad de hacerles notar que han ensuciado su nombre (aunque mediante una estrategema bastante artificial) resultaría mucho más efectiva que la capacidad de deslumbrarles con un anuncio mejor que el de Chaough, más aun teniendo en cuenta lo que pasó en la desafortunada reunión. La acción humana responde siempre a patrones mucho más contradictorios que el esquema de arriba, máxime considerando, en este punto en particular, que, como señala Benedict, los asuntos del giri se complican terriblemente cuando se cruzan con los asuntos laborales, en todas estas formas del giri [las que tienen que ver con los asuntos laborales] existe una extrema indentificación del hombre con su obra, y cualquier crítica de los actos o de la competencia personales se convierte en una crítica a la persona misma.
IV.
Ha quedado claro de qué manera utiliza Draper el libro de Benedict para ganarle la batalla a Honda, y sin embargo el hecho de jugar con lo más recóndito (y a la vez más importante) de su sistema moral no es lo único que le conduce a esa victoria. Como ya se ha dicho, Draper comprende perfectamente que tiene que pelear fuera de casa, donde los goles valen doble, y utiliza la astucia en favor de la potencia poética y la capacidad de convicción. Esto, que para ganar a los japoneses hay que hacerlo en su terreno, es otra de las enseñanzas que saca del libro de Benedict. Al fin y al cabo, el libro le fue encargado a la antropóloga por el Servicio de Inteligencia con la finalidad de comprender mejor la idiosincrasia de un enemigo que, aun sabiéndose abocado al fracaso, se resistía a la rendición o a la captura.
Como ha dicho Ezra F. Vogel en el prólogo: aunque quizás lleve demasiado lejos sus observaciones, el libro puede ser un brillante estudio sobre el Japón de la Segunda Guerra Mundial. Sea como sea, el modus operandi que Benedict le lega a Draper se debe a un estilo al que Geertz ha definido como la yuxtaposición de lo perfectamente familiar y lo salvajemente exótico o, por decirlo de otra manera, aquel estilo en el que la otredad extravagante se transforma en autocrítica, aunque evidentemente basta un vistazo rápido al último capítulo (Los japoneses tras el Día de la Victoria) para darse cuenta de que El crisantemo y la espada no es precisamente un tratado a merced de la emancipación. Este es un tema, quizás, demasiado complejo, pero las consecuencias del control americano se dejan hoy todavía entrever no solo en manifestaciones artísticas como el ankoku butoh sino en movimientos a favor de la remilitarización.
Pero volviendo a lo que tiene que ver con el estilo, las consideraciones de Geertz son francamente ineludibles: tras una sucesión incesante de tropos del tipo “en América”/”en Japón”, aquello culturalmente lejano se nos acaba presentando como algo natural y lógico. Es curioso que lo que en principio debiera ser una cura contra el etnocentrismo acabe siendo usado para conseguir anunciar una motocicleta, pero eso ya es otro tema... dejémoslo en que las personas (también en el Japón) nos dicen quienes son, pero lo ignoramos porque queremos que sean lo que nosotros queremos que sean.