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P. Curieses Alonso. "La violencia inherente a la tríada epistemológica sujeto-objeto-concepto y

Paloma Curieses Alonso

Doctoranda en Estudios Interdisciplinares de Genero (Instituto Universitario de Estudios de la Mujer, IUEM; UAM)

palomacurieses@gmail.com



Vivimos en una sociedad que normaliza el uso de la violencia, siendo uno de los tipos de violencia más naturalizada y, por ende, invisibilizada, aquella que se ejerce contra las mujeres. Ahora bien, ¿a qué puede responder la normalización del uso de la violencia? Y ¿qué implicaciones puede tener, a su vez, en la violencia ejercida contra las mujeres?


La violencia ejercida contra las mujeres se debe, sin duda, a muchos factores. No obstante, destaco los siguientes: la violencia cultural de carácter simbólico y, por extensión, estructural, la desigualdad en el uso del poder, la normalización del uso de la violencia y la invisibilidad y naturalización de la violencia de género. Opino que estas cuestiones –que, aparentemente, se siguen unas de otras como si de una con-secuencia lógica se tratara-, conforman, en conjunto, los ingredientes históricos, psicológicos y sociológicos necesarios –aunque se dan otros- para que las mujeres hayan padecido, y padezcan hoy en día, violencia. Porque entre otras cosas, y en relación al tema a tratar, son aspectos que influyen y son influidos, a su vez, de manera decisiva por el modo en cómo las mujeres, la sociedad en su conjunto, advierten y asumen como propias las ideas de (auto)identidad y (auto)representación dadas socioculturalmente.



Actualmente, a la hora de hablar de identidad en este sentido, se hace necesario atender a lo que se ha conocido como “la muerte del sujeto”, una de las consecuencias más radicales de la filosofía del siglo XX centrada en la deconstrucción de la triada epistemológica sujeto, objeto y concepto, fruto del pensamiento moderno, y motor y gobierno de reflexiones acerca de la “verdad” la “justicia” y la “autodeterminación”. Esta tríada implica una manera de mirar al mundo, de entenderlo, así como de entendernos y situarnos a nosotras mismas en él, de interpretar “quién se es” o “quiénes somos”. Así, su deconstrucción acarreó, al mismo tiempo, una manera diferente de concebir el “ser” de esas mismas categorías. A través de este proceso de deconstrucción, es como la crítica postmoderna llegó a considerar que la violencia es un rasgo inherente al modo en cómo aprehendemos el mundo. Rasgo que tiene, por tanto, su propia imagen en la historia del pensamiento occidental, pues ha dejado una estela posible de rastrear en el pasado e inscribe nuestro modo de mirar hacia el futuro… ¿o quizá no?


Las elucubraciones de la crítica postmoderna han filtrado la idea de que la unidad y autotransparencia del Yo –soporte de esa “razón” moderna tan anhelada- no es más que una ilusión. No hay un Yo completo, que se autoconoce y sabe lo que quiere, sino que es el resultado de fuerzas de las cuales no es dueño, pero con las que se ve obligado a relacionarse. Y en esta relación parece verse obligado, para no salir perdedor, a luchar agresivamente para ejercer el poder. Conclusión: desde siempre ha anidado una “voluntad de poder” en el interior del argumento racional y de la conciencia moral. Y es que, esta idea de racionalidad aislada, unitaria y completa, fuerza a adoptar un punto de vista moral universal y objetivo, lo que acarrea, a su vez, una falta de comunicación entre individuos, así como la exclusión del deseo y la afectividad, entre otras cosas, desembocando irremediablemente en el egoísmo.


Así, se revela una relación de opresión y sometimiento en la que la instancia opresora (el sujeto), queriendo salir vencedor, se torna al mismo tiempo en “víctima sometida”. Esta presión producida por mor de la formación de un sí mismo unitario, más que ser un mecanismo de defensa, tiende hacia un sistema delirante. Porque la pretensión de establecer un sí mismo unitario conlleva un carácter objetivador, instrumental y controlador de la razón, inserto, a su vez, en su carácter discursivo (en el habla), en la lógica del concepto. No olvidar que el lenguaje gobierna el pensamiento y nos permite ordenar la realidad y dotarla de sentido; es aquello que vehicula nuestros pensamientos.


De manera que es posible decir que la violencia ha sido, al menos hasta la fecha, una característica esencial del pensamiento occidental, el cual se afana en el sometimiento de la realidad sirviéndose de una disposición de los fenómenos orientada a su control y manipulación y procediendo, para ello, a la exclusión y el dominio. Se “encierran” los fenómenos en ideas manejables y se rechaza todo aquello que “queda fuera”, pues es imposible abarcar todo lo que es y todo lo que podría ser. Y la lógica, gran herramienta al servicio del pensamiento, ayuda en estos menesteres. El sujeto, que opera y sistematiza según el principio de no-contradicción, responde a una razón que es razón instrumental ya desde sus orígenes. Y sus grandes sistemas de legitimación –teoría del conocimiento, filosofía política y moral- esconden un rasgo de locura, pretendida como racionalidad discursiva. Es por ello que la lógica formal se rechaza como un organon de la verdad, y la razón moderna se adivina como un aparato de dominio, como un sistema de enmascaramiento.



El producto de la sociedad moderna es una forma disciplinada y disciplinar de organización del ser humano como ser social. El sujeto ha de ser unitario, disciplinado e internamente regido, porque conviene disponer al ser humano de esta manera para “la cómoda organización social”. Es decir, se somete a todo ser humano a la idea de cómo se ha de ser, llegándose a creer que ésta es la forma natural de ser de toda persona. Se olvida que es un acuerdo en base a su utilidad, pero ¿útil para quién? El sujeto se ve desintegrado a consecuencia de obviarse las diferencias, lo individual y especifico, quedando el mundo sometido al hombre –que no a la mujer y sólo a algunos hombres-. Y en esto no parece esconderse un acto de autoconservación, sino que se advierte una violencia por parte de un grupo ejercida contra aquellos/as que se hallan en los márgenes, fuera de la “totalidad”.


La “apariencia de la identidad” es, a la vez, apariencia de un orden de las cosas producido por la presión sistematizadora del pensamiento conceptual. Lo no idéntico aparece como algo amenazador, produciendo rabia y angustia. Lo no idéntico ha de ser repelido, esto es, negado. Y sólo en el marco de un modelo unidimensional sujeto-objeto es plausible responsabilizar al carácter discursivo del pensamiento conceptual de la rígida inmovilidad del sistema.


Se ha constituido un único sentido legitimador, una única manera de pensar y mirar al mundo. Y es en el lenguaje donde, finalmente, se constituye dicho sentido. De ahí que la crítica postmoderna centre gran parte de sus reflexiones, igualmente, en la filosofía del lenguaje. Pues bien, el pensamiento moderno erigió al sujeto como fuente de las significaciones lingüísticas, puesto que es aquel que ejerce la palabra –pero cabe preguntarse: ¿qué voces se han alzado a lo largo de los siglos?-. Así mismo, se pensaba en las significaciones como “cosas disponibles de antemano”, por lo que venían a ser como objetos de un tipo particular, ya fuera: ideal, psicológico o dado en la realidad. No obstante, no hay una significación unívoca y total; ya no se puede pensar en que las cosas son (hechos dados) sino que se dice cómo deben ser (existe una norma).


Los sistemas lingüísticos de significación se deben a formas de vida, lo que implica concebir a la sociedad siempre en curso de realización. Se trata de un entendimiento mutuo que establece la posibilidad de diferenciar entre lo verdadero y lo falso, lo razonable e irrazonable. De modo que lo “verdadero” o lo “falso” es lo que se dice, y es en el mismo lenguaje donde se llega a un acuerdo. La significación responde a un uso lingüístico común, establecido a partir de una pluralidad de situaciones de uso, a una práctica. De modo que toda categoría como “sujeto” o como lo “humano” aparece en primera instancia vacía, teniendo que ser interpretada Y esta interpretación es la que produce los efectos excluyentes, porque ninguna interpretación puede ser completamente inclusiva. Pero no todas las exclusiones son equivalentes, sino que sólo las que son violentas son problemáticas, aquellas producidas por las convenciones e interpretaciones hegemónicas.

Por tanto, hay que reflexionar, más bien, sobre el papel que desempeña en nuestro lenguaje el comprender –intenciones y asignación de significaciones-. Y éste depende de los/las participantes en el juego de lenguaje. Se ha de mostrar una voluntad y disposición para buscar un entendimiento con la otra y llegar a algún acuerdo mediante una conversación de final abierto. Y la descentración psicológica del sujeto a la que este planteamiento conduce supone el descubrimiento de un mundo común, acarreando igualmente un nuevo modo de reflexionar sobre la “verdad”, la “justicia” y la “autodeterminación”. Es decir, esta reflexión brinda la posibilidad de cambiar aspectos del lenguaje en uso, y del sistema que brinda, tremendamente dañinos para la sociedad.


No obstante, son las mujeres quienes han sufrido con mayor vehemencia las consecuencias de la violencia intrínseca al lenguaje, y de los juicios y valores que de él resultan. Un claro ejemplo son los roles de género. “Ser mujer”, al igual que “ser hombre”, son expresiones que prefiguran una posición en la estructura social y que nos moldean y configuran; podría entenderse como un proceso de “autoconstrucción” por el cual se llega a ser. Ahora bien, la significación asociada a lo largo de la historia a la idea de “mujer” nunca formó parte de la red de significaciones asociadas a la idea de “sujeto”.


Condenadas durante siglos a ser consideradas como eternas “menores de edad”, dado que supuestamente carecen de ese logos o “razón” que ha permitido a los hombres erigirse como amos y señores de la naturaleza, otorgar leyes para la organización de la misma y, así, lograr ser “libres”, parten de una posición inferior en la relación jerárquica entre el binomio hombre-mujer, caracterizado así por el respeto unilateral. Dada la “condición natural” de la mujer, se dijo, ésta debe obedecer al varón, teniendo que ser sancionada –castigada o violentada- toda mujer que pretenda alterar el “equilibrio” de las relaciones sociales establecidas entre hombres y mujeres.


La violencia intrínseca en el pensamiento, en las categorías con las cuales aprehendemos la realidad, supone una dificultad fundamental para que las mujeres, y la sociedad en su conjunto, puedan detectar y visibilizar la violencia que sufren. Esas categorías, violentas ya en sí mismas, son aquellas con las que las mujeres miran, a su vez, al mundo. De manera que, este pensamiento violento y, sin duda, paralizante, conlleva el encarcelamiento del conocimiento en unas categorías que procuran la reproducción del pensamiento misógino, e implica, por tanto, la existencia y perduración de la violencia contra las mujeres. Y es esta una terrible violencia en el existir intrínseca al propio pensamiento occidental, de la cual la mujer es víctima, testigo y cómplice.

 

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