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M. V. Ripio Rodríguez. "Hasta que el juego no cambie, nada ha cambiado"

M. Vanesa Ripio Rodríguez

Colaboradora independiente y organizadora del Taller de Investigación: ¿Para qué sirve y cómo funciona la violencia simbólica?

Las dificultades que las mujeres siguen encontrando para una participación real en la vida social, en general, y en el espacio público, en particular, (al menos, en las sociedades donde formalmente dicha participación está garantizada), debe preocuparnos teórica y prácticamente hasta el punto de empezar a considerar que esa participación en los consabidos términos de “igualdad”, no es sólo materialmente difícil sino simbólicamente imposible.


En un ensayo de 1938, Virginia Woolf advierte a las mujeres de su clase (no se considera con derecho a hablar de las mujeres de clase trabajadora porque carece de experiencia para ello) de lo imprudente de unirse irreflexivamente al “solemne espectáculo” de la vida pública y de la necesidad inexcusable de comenzar a hacerse ciertas preguntas:


¿Deseamos unirnos al desfile o no? ¿Con qué condiciones nos uniremos al desfile? Y, sobre todo, ¿a dónde nos conduce este desfile de hombres con educación? (...) Jamás dejemos de pensar: ¿Qué es esta “civilización” en la que nos hallamos? ¿Qué son esas ceremonias y, por qué, hemos de ganar dinero con ellas? ¿A dónde nos lleva, en definitiva, el desfile de hijos varones de hombres con educación?” (Woolf, 1999: 110-­111)


Woolf insiste en la urgencia de responderlas en un periodo de tiempo que no exceda los cinco o diez años. No pudo ser. El estallido de la Segunda Guerra Mundial interrumpió la reflexión, cuando el Estado y la sociedad civil impulsaron la adhesión ciega a esa cuestionable “civilización”, amenazada ahora por la barbarie nazi.


Pero es hora de retomar aquella fallida iniciativa crítica, comenzando por investigar desde la teoría social de Pierre Bourdieu si, casi un siglo después, los temores de Woolf se han cumplido:


¿Si ejercemos las profesiones tal y cómo se ejercen, acaso dentro de un siglo más o menos no seremos igualmente celosas, igualmente competitivas y no estaremos igualmente seguras del veredicto de Dios, la Naturaleza, la Ley y la Propiedad?” (Woolf, 1999: 117)


Los juegos sociales están estructurados en términos de relaciones de fuerza y son el resultado, en lo fundamental, de la conservación histórica de unas estructuras subjetivas (habitus) y, por ello, de las estructuras objetivas que los condicionan (campos). Contando con el estudio de la Cabila en La dominación masculina (2003), partiremos de que todos ellos, especialmente los que Bourdieu denomina “juegos serios” (la Ciencia, la Política, la Guerra...), tienen como arma y asunto en juego la reproducción y acumulación de capital simbólico masculino, de honor, de virilidad. La seriedad del juego ­la solemnidad del desfile­ se originaría en unos ritos o unas ceremonias cuyo objetivo es garantizar la (re)producción de la lógica agonística (competitiva) de esta mitología política androcéntrica, mediante la institución de dos géneros relacionales, distintivos y opuestos.


Si invertimos la pregunta que nos lanza Woolf, la de si las mujeres (con posibilidades sociales de hacerlo) han imitado los habitus competitivos propios de los juegos sociales masculinizados a los que se han incorporado, para preguntarnos si han cambiado en alguna medida esos juegos con la incorporación (siquiera a pequeña escala) de las mujeres, podremos comenzar a dar una respuesta. La lucha social en los términos que Bourdieu describiera, prosigue en todos esos campos y si los habitus son condicionados por ellos, las agentes sociales femeninas ejercerán las profesiones tal y como se ejercían, participando siquiera por proximidad ­-dice Bourdieu­- de la libido dominandi, de la creencia en esa “civilización”, en definitiva, habrán de compartir los principios de visión y división de la doxa androcéntrica dominante que posibilita la (re)producción de esos juegos.


Esto nos lleva al segundo y más complejo aspecto del problema. Las mujeres participan de la creencia y el interés en la importancia del juego sólo por proximidad, porque lo que se juega y el juego mismo les es ajeno. No sólo porque se hayan incorporado tarde sino porque su incipiente participación implicó la renovación de su histórica subordinación.


El estudio de la dominación masculina concluye que en esa sociedad no diferenciada que es la Cabila, el juego social radica prácticamente en su totalidad (no hay un mercado económico como tal) en la (re)producción del capital simbólico (equivalente aquí al honor masculino) generado por el intercambio de las mujeres del grupo, transformadas por el trabajo simbólico colectivo y socialmente necesario que supone ese intercambio, en instrumentos de la política masculina. Ese trabajo se acumula dos veces: se incorpora en las disposiciones y esquemas de percepción y acción de los habitus y se materializa en las estructuras objetivas de los campos y los grupos. Las mujeres se transfiguran así en unos bienes cargados de simbolismo al ser puestas en juego como vehículo de las relaciones (mito)políticas entre los varones. Su intercambio no media una relación de comunicación (como sugiriera Lévi­-Strauss) sino una relación de poder que resulta ser radical, en sentido fuerte, para esa sociedad: la solemne civilización del eterno masculino. El resultado de esta investigación debe servir como “imagen aumentada” de las estructuras profundas de las sociedades mediterráneas contemporáneas (y, muy probablemente, pensamos de todas aquellas que han compartido históricamente su expansión cultural).


Los habitus masculinos y femeninos, relacionales y distintivos, se han (re)producido históricamente a resultas del juego radical de dominación masculina. Esas disposiciones que habitan en lo más profundo de los cuerpos y mediante las cuales el grupo social se apropia de las y los agentes, han sido inculcadas en las primeras experiencias infantiles, mediando un proceso de mimesis práctica, que nada tiene que ver con la imitación. Hay mimetismo y no imitación porque no se trata de un acto consciente de imitar, de reproducir unos modelos: “El cuerpo cree en aquello a lo que juega: llora si imita la tristeza. No representa aquello a lo que juega, no memoriza el pasado, actúa el pasado, anulado así en cuanto tal, lo revive” (Bourdieu, 2008: 118). El mimetismo práctico proporciona así “una inmersión total y una identificación emocional profunda” con la historia incorporada (habitus) y objetivada (campo) del grupo.


Las disposiciones del habitus femenino construído en relación a las del masculino “inculcadas perdurablemente [y opositivamente] por las posibilidades, las libertades y las necesidades, las facilidades y los impedimentos que están inscritos en las condiciones objetivas” (Bourdieu, 2008: 88), no generan ni pueden generar prácticas iguales sino distintivas. Pero esa distinción no reside en el contenido de la práctica, la historia ha demostrado que de hecho una mujer puede ejercer todas esas profesiones. Su carácter opositivo está en la interpretación o el sentido de la misma, la cual ha de garantizar el reconocimiento de la frontera mágica (en expresión de Virginia Woolf) entre los dos grupos distintivos que el poder simbólico (a través del principio de visión y división androcéntrico) consagra. Este poder que se acata sin conocimiento y sin control (sus efectos no llegan al pensamiento ni al discurso), “se ejerce directamente sobre los cuerpos” (Bourdieu, 2003: 54), desatando sentimientos y emociones, haciéndolos estallar como si un dispositivo explosivo llevara mucho tiempo allí instalado: “...esta magia sólo opera apoyándose en unas disposiciones registradas, a la manera de unos resortes en lo más profundo de los cuerpos” (Bourdieu, 2003: 54).


Tras la Segunda Guerra Mundial, las mujeres abandonaron masivamente las profesiones habitualmente masculinas que habían venido desempeñando en los países aliados, para volver a los lugares subordinados del ama de casa y la secretaria de oficina. Tras este periodo de posguerra, tomando como ejemplo Estados Unidos, se producen dos fenómenos aparentemente no relacionados: el despertar feminista de la “Segunda Ola” iniciado por Betty Friedan en 1963, con la publicación de The Feminine Mystique y el inicio, que situaremos aproximadamente en 1969, con el primer número de Penthouse, de lo que se llamó posteriormente: La era dorada del porno.


Nuestra hipótesis aquí es que al reconocimiento social y activo políticamente en el espacio público del “problema que no tiene nombre”, siguió una (re)interpretación reactiva (en el sentido aportado por Susan Faludi) que consistió en una (re)definición transgresiva del intercambio según la lógica que Kathleen Barry resume como: “Todas putas”.


La participación ya no ciega sino reivindicativa de las mujeres en los juegos sociales implicó (e implica) cambios relevantes en las disposiciones de los habitus femeninos. Fueron esos cambios los que motivaron (y motivan) una (re)activación de la dominación y una renovación de su correlato masculino, tendentes a conservar las estructuras objetivas y distintivas de grupo que el poder simbólico instituyera. El juego social radicado en la dominación masculina originaria, en el intercambio legítimo de las mujeres como bienes simbólicos, se ha transfigurado para permanecer idéntico y con él, las estructuras subjetivas de las y los agentes sometidas a una manipulación simbólica, cuyo resultado es una (re)simbolización transgresiva de esos bienes que son las mujeres y de una correlativa (re)definición del eterno masculino en los mismos términos.


La pornografía, nueva ceremonia o rito de institución centrada específicamente en el control corporal de la sexualidad, se convierte en el medio paradigmático de (re)transmisión simbólica, no discursiva, mediada por los caminos puramente simbólicos del (des)conocimiento y el sentimiento de la mitología política “que comanda todas las experiencias corporales, empezando por las experiencias sexuales mismas” (Bourdieu, 2008: 118). Como ocurriera con la lectura puramente semiológica de Lévi­-Strauss de la transacción matrimonial, una lectura puramente “sexualizada” (hipóstasis de “lo sexual” como esfera práctica autónoma) de la pornografía “oculta la dimensión política de la relación de fuerza simbólica que tiende a conservar o a aumentar la fuerza simbólica” (Bourdieu, 2003: 61) del grupo dominante. La adhesión al renovado principio de visión y división pornográfico que el grupo dominado se siente obligado a conceder al grupo dominante y, por lo tanto, a la dominación, sólo cobra sentido si se piensa que este “no dispone para imaginarla o para imaginarse a sí mismo o, mejor dicho, para imaginar la relación que tiene con él, de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparte con el dominador” (Bourdieu, 2003: 51), instituyendo lo que Bourdieu llama violencia simbólica, “amortiguada, insensible e invisible para sus propias víctimas” (Bourdieu, 2003: 12)


Esa adhesión o, como Woolf lo expresara, esa seguridad del veredicto del Dios de la industria pornográfica impide imaginar y, por ello, pensar otras relación sexuales y, por ende, otras relaciones políticas.


Siguiendo esta nueva lógica transgresiva del juego, las mujeres participaremos del desfile compartiendo (por proximidad) la libido dominandi y creyendo que podemos ser igual de sexualmente competitivas e incluso que podemos profesionalizar ese mismo papel tal y como allí se ejerce.


La generalización absoluta de la pornografía en la década de los 90 que facilitó internet (en 2012, sólo Google y Facebook eran más grandes que Xvideos con 4.4 billones de visitas al mes), puede estar en el origen de que lo que fuera rito de la “cultura popular” pueda transformarse según la misma lógica reactiva en Ley de regulación estatal [1]. La lectura puramente economicista (hipóstasis de la esfera económica como dimensión autónoma dominante y redefinición del concepto político de “libertad” dentro de la misma) de la Prostitución impide ver su dimensión política y simbólica.


Cuando un Estado (detentor de la violencia simbólica legítima) regulariza la prostitución con el argumento de mejorar sus condiciones laborales y sociales, marcando solemnemente el paso (mediante una Ley) de la clandestinidad o ilegalidad a la legalidad, instaura una división y visión fundamental en el orden social. La Ley (rito de institución del Derecho explícito) atrae la atención de la observadora hacia el hecho del paso de la situación de ilegalidad/exclusión a la de legalidad/inclusión, cuando lo importante en realidad es la línea misma. Lo que así pasa desapercibido es la consagración de dos grupos: quienes son “aptas” para la prostitución (mujeres y niñxs) y quienes no lo son (varones); o, mejor aún, entre quienes son aptos para prostituir/dominar (los varones) y las que no pueden serlo (las mujeres y niñxs).


Tenemos poco tiempo, sólo cinco o diez años. No nos unamos al desfile, no juguemos el juego. No dejemos de pensar.


 

BOURDIEU, Pierre (2003): La Dominación masculina. Barcelona: Anagrama.


BOURDIEU, Pierre (2008): El sentido práctico. Madrid: Siglo XXI.


WOOLF, Virginia (1999): Tres Guineas. Barcelona: Lumen.

[1] Más información aquí.


[2] Sobre la compleja naturaleza de la reacción Faludi escribe : "Estos fenómenos están relacionados, pero ello no significa que esté coordinados. La reacción no es una conspiración, con un conciliábulo que despacha agentes desde alguna sala de control central, ni la gente que sirve a sus fines es siempre consciente de su papel: hay quienes incluso se consideran feministas" (FALUDI, S., (1993): Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna. Barcelona: Anagrama, p. 23.)





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