B. Blázquez. "¿Razón o emoción? El origen de la identidad de género en el patriarcado"
Begoña Blázquez Parro
Graduada en Derecho y Ciencia Política (UAM)
On ne naît pas femme, on le devient (Simone de Beauvoir)
No se nace mujer, llega una a serlo (Simone de Beauvoir)
Se considera que la igualdad de derechos entre hombres y mujeres pasa por un aumento del número de estas en posiciones de poder o por mayores facilidades para la conciliación de las esferas profesional y familiar. Sin embargo, el orden social de desigualdad de género (patriarcado) tiene su base en las relaciones interpersonales sustentadas sobre las identidades de género tradicionales. En este artículo me propongo explicar el origen de dichas identidades y de la desigualdad entre ambas, y cómo son la causa de las principales contradicciones que experimentan las mujeres en la sociedad moderna occidental.
En los últimos años se ha venido dando mucha publicidad a estudios sociobiológicos y de psicología evolutiva, a veces de cuestionado fundamento científico, como el best seller “El cerebro femenino”, de Louann Brizendine. Dichos estudios tratan de señalar las diferencias naturales en la genética, las hormonas y el cerebro de ambos sexos, argumentando que son la base de la complementariedad de identidades y de funciones y, por tanto, de la desigualdad. Llama la atención que se dé prioridad a estos sobre otras muchas investigaciones científicas contrarias a tales tesis.
Muchos estudios antropológicos y sociológicos están poniendo en evidencia que los atributos que se consideran propios de las mujeres o propios de los hombres son en realidad fruto de una construcción cultural progresiva que culminó en un sistema de desigualdad y sumisión de la mujer respecto del varón: el patriarcado.
El “Estudio de la correlación entre construcción de la identidad y complejidad socioeconómica en los grupos humanos” (1), dirigido por la antropóloga Almudena Hernando, es un ejemplo de las investigaciones que en las últimas décadas vienen poniendo de manifiesto que la característica realmente natural y particular de la mujer que determinó una especialización de funciones distintas entre hombres y mujeres es la condición del embarazo (que entonces acontecía varias veces a lo largo de la vida) y que sobre tal condición se cimentó la construcción cultural de las identidades femenina y masculina que conocemos.
En las sociedades cazadoras-recolectoras, los largos y numerosos periodos de gestación y la necesidad de cuidado de crías extremadamente dependientes determinaron para las mujeres una menor movilidad y, por tanto, una menor capacidad de acción sobre el mundo. Los varones eran, entonces, quienes realizaban las actividades que más riesgo y movilidad requerían, y fueron especializando sus funciones ya que su actividad les demandaba una mayor capacidad de toma de decisiones, de iniciativa, de adaptación al cambio, de exploración...
Puesto que en las sociedades premodernas la imagen que se tenía del mundo dependía de lo que se pudiera recorrer y actuar en él, los hombres comenzaron a concebir el mundo de manera distinta a las mujeres. Además, fueron dando explicaciones racionales a los fenómenos naturales hasta llegar a controlar la naturaleza a través de la ciencia y la tecnología.
Cuando comienza a explicarse un fenómeno de manera racional (y no desde el mito y la superstición) y se empieza a controlarlo materialmente, se genera una distancia emocional con el mismo. La distancia emocional que los varones establecieron con mundo natural (y, por tanto, también con el resto de sus semejantes) fue la base de la que arrancó el proceso de su individualización (entendida ésta como la concepción de uno mismo como instancia separada del grupo).
Al ir desarrollando la capacidad de control sobre el mundo y una identidad basada en la individualización, los hombres dejaron de conceder importancia a los vínculos dentro del grupo. Ya no consideraban que la clave de su fuerza y de su seguridad estuviera en la pertenencia al grupo y los vínculos establecidos dentro de este, sino en su particular capacidad para pensar y actuar sobre el mundo de acuerdo a la razón.
De esta manera se acabó constituyendo progresivamente una identidad de género masculina basada en rasgos como la competitividad, la priorización de los propios deseos, o el dominio y el control de uno mismo, de las propias emociones y de los demás. Tradicionalmente se han considerado atributos de los hombres la escasez de empatía, la disociación razón-emoción, la renuncia a motivaciones de apego o el deseo sexual irreprimible.
Sin embargo, los vínculos emocionales son imprescindibles para todo ser humano y los varones los preservaron, aunque de manera inconsciente, a través de la complementariedad con la mujer, cuya identidad se seguía basando en lo relacional, es decir, en las distintas relaciones establecidas dentro del grupo, como también ocurría en sociedades primitivas y premodernas para los varones cuando estos aún no estaban individualizados.
La individualidad masculina era, por tanto, dependiente de que alguien, la mujer, nutriese la emocionalidad y los vínculos. Por su parte, la identidad femenina se basó en la relación dependiente y subordinada respecto del hombre en el cual se ponía la confianza para la supervivencia, una posición en la que la mujer estaba pendiente de averiguar y satisfacer los deseos (entre ellos el placer sexual) del hombre del que dependía su seguridad. La identidad femenina se vinculó entonces a los valores de la maternidad, el cuidado, la empatía, la entrega a los demás y la preservación de los vínculos. Así, además, se fue institucionalizando la pareja monógama heterosexual.
Debido a la identificación psicológica de la niña con la madre (entre otros instrumentos de socialización), se fue transmitiendo a las mujeres, de generación en generación, una identidad especializada en el sostenimiento de los vínculos, la dependencia afectiva y el cuidado. Por el contrario, para los hombres el mundo emocional dejó desde muy temprano de estar identificado con una fuente de seguridad, y se identificó con la debilidad. Por ello, desde entonces, la mayoría de hombres va a necesitar establecer relaciones emocionales que no pongan este orden en cuestión.
Estos ideales de lo que es un “hombre” y lo que es una “mujer” se perpetúan hoy en día a través de la socialización en el hogar, los juguetes, los medios de comunicación... Las ficciones audiovisuales educan a los varones para que no sientan interés ni empatía por las mujeres, o para que desliguen el deseo sexual hacia las mujeres de las emociones, entre otros ejemplos.
Como se ha visto, la movilidad fue el rasgo clave a partir del que se conformaron las diferencias en la identidad masculina y femenina. Sin embargo, y a pesar de que eran en realidad fruto de una construcción social, desde muy temprano se empezaron a considerar naturales las diferencias entre hombres y mujeres, legitimando así la subordinación de las últimas, a las que se consideraba no racionales y menores de edad, lo cual reforzaba la desigualdad. Esto mismo ocurrió con los grupos indígenas colonizados: se les consideró atrasados y no racionales necesitados de tutela e instrucción, para justificar así el dominio que sobre ellos se estableció. Esta naturalización de rasgos alcanzó su culmen con las teorías positivistas del siglo XIX que supusieron una base biologicista para justificar la superioridad del hombre blanco (que se considera racional por naturaleza) sobre mujeres e indígenas.
Desde la Ilustración, sin embargo, cada vez más mujeres (en un principio, burguesas) empezaron a tener acceso a la educación y a individualizarse (a tomar conciencia de su capacidad de actuación sobre el mundo y de sus propios deseos), ordenando su acción cada vez más de acuerdo a la razón. Sin embargo, la presión que actualmente sufren las mujeres es doble y contradictoria: por una parte se les ordena que no descuiden los vínculos y lo familiar y por otra se las estigmatiza como dependientes emocionales si no son capaces de individualizarse y desligar las emociones de las demás esferas de la vida.
En conclusión, y siguiendo la tesis de Almudena Hernando (2012), la disociación razón-emoción y la atribución de supremacía a la primera es la clave del orden patriarcal. Razón y emoción se fueron disociando de manera gradual culminando, en la Ilustración, con instauración de la razón como valor supremo que ha de regir la vida. La atribución de la razón como característica propia del hombre y la emoción como propia de la mujer acabó conformando la relación de poder entre los sexos y fue una dinámica en la que, por progresiva e imperceptible, participaron las mujeres a pesar de que acabó determinando su subordinación.
El patriarcado es, pues, el orden social hegemónico que hace corresponder una identidad de género femenina con la mujer y una masculina con el varón, atribuyendo a cada una de estas identidades unos rasgos específicos que se consideran propios y naturales de cada uno de los sexos, siendo socialmente más valorados aquellos propios del género masculino. Los valores y atributos masculinos se relacionan con el individualismo, la autosuficiencia, la dominación, la falta de empatía y el poder, es por ello que la lógica del patriarcado está en estrecha alianza con el capitalismo.
La igualdad en la sociedad no pasa por que las mujeres asuman una identidad masculina, dando importancia a la individualidad y al poder por encima de las emociones y los vínculos, sino por que hombres y mujeres desarrollen tanto la racionalidad como la emocionalidad, ambas características indisociables y propias del ser humano. La lucha por la igualdad ha de poner en cuestión el orden social patriarcal que disocia razón y emoción y da primacía a la primera. Solo así será posible transformar la lógica que caracteriza al poder en la actualidad, en sus dimensiones política, económica y social.
(1) Proyecto de investigación PB/97-0276; financiado por la DGES del Ministerio de Educación y Cultura.
BADINER, E. (1992). XY. De l’identité masculine. Paris: Odile Jacob.
BRIZENDINE, L. (2007). El cerebro femenino. Barcelona: RBA Libros.
DE BEAUVOIR, S. (1986). Le deuxième sexe I. Les faits et les mythes. Paris: Gallimard.
DE BEAUVOIR, S. (1986). Le deuxième sexe II. L'expérience vécue. Paris: Gallimard.
HERNANDO, A. (2003). "Poder, individualidad e identidad de género femenina". En A. Hernando (coord.), ¿Desean las mujeres el poder? Cinco reflexiones en torno a un deseo conflictivo (pp. 73-136). Madrid: Minerva Ediciones.
HERNANDO, A. (2008). "Género y sexo. Mujeres, identidad y modernidad". Claves de razón práctica, 188, 64-70.
HERNANDO, A. (2012). La fantasía de la individualidad. Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. Madrid: Katz Editores.
HERNANDO, A. (ed.). (2015). Mujeres, hombres, poder. Subjetividades en conflicto. Madrid: Traficantes de sueños.