A. Monsó. "El mal de la fugacidad"
Álvaro Monsó Gil
“La velocidad es una manera de no enfrentarse a lo que le pasa a tu cuerpo y a tu mente, de evitar las preguntas importantes… Viajamos constantemente por el carril rápido, cargados de emociones, de adrenalina, de estímulos, y eso hace que no tengamos nunca el tiempo y la tranquilidad que necesitamos para reflexionar y preguntarnos qué es lo realmente importante."
Carl Honoré, ‘Elogio de la Lentitud’
Soy un animal de costumbres, y tengo la mala manía de abrir cada mañana al menos dos diarios digitales mientras desayuno. Y digo mala porque significa que rutinariamente caen sobre mí como losas las clásicas cuatro o cinco noticias espeluznantes: rescatamos autopistas radiales fantasma por 5500 millones de euros, el FMI pide que se suban impuestos no redistributivos como el IVA, se bloquea una subida mínima de las pensiones del 1,2%, se rebaja a hurtadillas el techo de gasto, sigue aumentando la desigualdad según un informe de Oxfam… De éstas tengo el hábito de compartir una o dos en mi muro de Facebook, con la esperanza de que a alguien a quien le importe remotamente la humanidad le lleguen las malas nuevas y se materialice la magia de la difusión. Detrás de este gesto que tantas personas realizan a diario está ese pensamiento de que cualquier sociedad sana se levantaría en armas casi al instante ante la magnitud y la relevancia de algunos de estos atropellos. Me levanto cabreado del sofá, hasta que ¡plin! Me llega al Whatsapp un vídeo desternillante sobre un perro disfrazado de señora decimonónica. Jeje, hay que ver cómo se contonea el bichejo, si lleva hasta volantes (equis de, equis de). Mi barra de cabreo disminuye sustancialmente. Es así hasta que a una amiga le da por subir a Facebook un informe sobre los problemas de deforestación y aniquilación de especies autóctonas en Indonesia asociados al consumo (fundamentalmente) occidental de aceite de palma. Cabreado de nuevo. Pero ahí está el bueno de Cabronazi para subir justo debajo un vídeo de cámara oculta donde se trolea a una anciana haciéndole pensar que está viendo doble. Me mondo, m’escojono. Es justo entonces cuando a un amigo le da por contarme que Trump ha puesto a un negacionista del cambio climático al frente de la agencia medioambiental con más importancia del mundo. Vuelven a mí las más amplias ganas de largarme de este gran agujero de heces llamado mundo. Eso es así, hasta que…
De repente me detengo a pensar en el absurdo bamboleo anímico al que nos somete a diario la ciberrealidad. Creo que muchas personas podrán empatizar con esta sensación de montaña rusa perpetua. El humano medio contemporáneo se halla sumido en un espacio de vaivenes emocionales permanentes llamado redes sociales e internet. Es un espacio donde la dispersión es la norma y el reposo la excepción. Un lugar donde los compromisos son efímeros y el volumen de información anestesiante. Un lugar donde todas las puertas están abiertas pero viajamos tan rápido que sólo encontramos tiempo para llegar al umbral de todas ellas. El mecanismo de defensa que se desarrolla ante semejante panorama es, evidentemente, la difuminación del pensamiento y el desdeño de la involucración sólida. Hay que hacer un esfuerzo a veces titánico para comprender la verdadera ubicación sistémica de estos flujos de conocimiento y es en este punto donde querría detenerme.
La velocidad es una característica inherente a las sociedades capitalistas contemporáneas. Sociólogos de la talla de Zygmunt Bauman o Pierre Bourdieu hablan de la fugacidad como un elemento que se ha convertido en un fin en sí mismo para el funcionamiento del sistema. En el caso del sociólogo polaco, la modernidad “líquida” (concepto ampliamente desarrollado en su obra) es un tiempo donde los significantes sociales son inestables; una era donde, como ocurre con los líquidos, se fluctúa por el ritmo vertiginoso que imponen las premisas del sistema. La persona incapaz de alcanzar una adaptabilidad cuasi-camaleónica queda relegada a la obsolescencia, ya que las realidades que nos alcanzan se caracterizan por ser rápidamente sustituidas y recicladas, deviniendo inservibles tanto en sus continentes como en sus contenidos.
La manifestación más evidente de esta patología podría ser el mundo de la moda, pero es quizás menos intuitivo el análisis de los sistemas de información desde esta óptica. En este mundo fugaz las personas somos necesariamente “nómadas sociales, en constante cambio y transformación, adaptándonos a una realidad inaprehensible y, en consecuencia, incapaces de capturarla, dominarla y transformarla en base a algún fin u objetivo autoimpuesto o colectivamente consensuado –algo que sí acontecía en, y que caracterizaba a, la etapa sólida de la modernidad”[1].
Viñeta: tut + groan
La velocidad se convierte así en un utensilio clave para hacer de la información otro bien de consumo más. Nuestros centros comerciales informativos son la ingente pléyade de medios cibernéticos a nuestra disposición, donde la información pasa de ser una herramienta de empoderamiento para la emancipación frente a abusos y desmanes de quienes ostentan el poder, a una incesante procesión de fuegos de artificio que por su vertiginoso ritmo bloquean la comprensión trascendente.
El concepto de ‘muro’ en su acepción cibernética no deja de ser irónico. Ante un muro las personas normalmente han de detenerse, ya que aquél se diseña para imposibilitar el avance. Pero el muro cibernético es una construcción vertical diferente a la barrera física. Ante el muro cibernético se escala o se desciende, pero uno procura nunca detenerse en exceso. Quien se detiene verá cómo el muro ha crecido tres metros durante su parada, y cómo consecuentemente será más difícil desenmarañar la nube de información que se ha amontonado encima de su cabeza. Para mantenerse al día con el resto de escaladores, la paciencia es un enemigo y el sosiego una enfermedad. Haced la prueba: ¿cuántas/os de vosotras/os soléis deteneros ante artículos online cuyo tiempo de lectura sea de más de media hora? Y digo más, ¿cuántas/os de los que lo hacéis soléis ser capaces de hacerlo sin realizar otras tareas simultáneamente, ya sean online o en el mundo físico? La respuesta creo que es evidente: pocas o ninguna.
Ríos de tinta se han escrito en este sentido sobre Twitter o Vine como expresiones más evidente de la fugacidad. Y puede que ésta sea una realidad que simplemente debamos asumir como perenne en la era que nos ha tocado vivir. Sin embargo, nunca va a estar de más recordar que esta forma de consumir información va en detrimento de una politización comprometida. La palabra clave aquí es saturación. Somos animales cuya capacidad de interiorización, disponibilidad de tiempo y predisposición al sacrificio es insuficiente como para asimilar toneladas de contenidos relevantes. El refranero siempre es sabio, y en este caso el que muchísimo abarca, muy poco aprieta.
Se me podrá acusar de catastrofista, y es cierto que quizás nunca antes las generaciones jóvenes habíamos estado tan informadas sobre múltiples temas y nunca antes se habían abierto tal cantidad de ventanas de oportunidad para que cada cual encuentre su nicho de acción. No obstante, y por poner un ejemplo sólo a nivel nacional, nunca antes se habían amenazado (cuando no completamente atropellado y destruido) tan sistemáticamente los derechos fundamentales de los españoles como en la pasada legislatura. Y sin embargo, la respuesta ante una ley de flagrante aniquilación de la libertad de expresión como es la Ley Mordaza, ante la reforma laboral más regresiva del continente, ante escandalosas socializaciones de pérdidas (autopistas, AVE, rescates bancarios…), ante la tendencia hacia la agresiva privatización de la sanidad y la educación públicas, ante la connivencia política con los salvajes desahucios a familias precarizadas, o ante la fuga masiva de cerebros (financiados no olvidemos con millones de euros de educación pública), por poner sólo algunos ejemplos evidentes, la respuesta ha sido cuanto menos tibia, por no decir completamente insuficiente.
Los análisis unidimensionales suelen ser incompletos cuando no simplemente erróneos. Desde luego que ante esta apatía o, cuanto menos, ante esta carencia evidente de ímpetu reivindicativo, no podemos identificar un solo factor como causa. Sin embargo, la carencia de anclajes a referentes claros desempeña un papel evidente en esta dispersión política. El ritmo acucioso de los espacios de información online actúa como los caudales de los ríos desbordados, anegando nuestra capacidad de compromiso, obnubilando nuestra capacidad de asignación de responsabilidades y debilitando la solidez de los cimientos desde los que construir movimientos sociales. Es la pérdida de certezas sólidas la que nos hace volátiles y susceptibles de ser llevados por las direcciones que marquen las mareas impetuosas de las últimas tendencias en los medios electrónicos.
Por eso seguirán siendo importantes espacios de información slow donde el análisis se realice de forma tan documentada como reposada. Espacios donde las personas asienten los conocimientos sin verse interrumpidas por estímulos exógenos. Espacios que exijan bajarse en marcha del alocado tren que nos pasea como maletas por el mundo para hacernos ver la sordidez de la realidad (política, social, económica, medioambiental…) de una forma parsimoniosa. Hay que celebrar estos espacios porque son los que tienen la capacidad de combatir las inercias que nos llevan hacia el hermetismo y el hastío. Al igual que la literatura nos evade de la realidad, deberíamos tener unos medios de información que nos aíslen del mundanal ruido y sus ritmos enfermizos, ayudándonos a enfocar bien la realidad. Y es que entre bocinazos nunca podremos mantener una conversación racional.