V. de Domingo. "Enemigos y rivales en el juego democrático"
Víctor de Domingo Álvarez
Debemos partir de la idea de que la Democracia es el sistema de gobierno más complejo. Lo es puesto que trata de conjugar axiomas en apariencia incompatibles.
La democracia sobre la cual ha basado sus pilares la actual sociedad occidental consiste en el gobierno del “demos”, el pueblo en el cual reside la soberanía. Por ello, podríamos entender que la democracia consiste en el gobierno de la voluntad popular. Sin embargo, a pesar de lo que algunos venden, no existe una voluntad popular, mucho menos homogénea.
Cada individuo tiene unos intereses propios, una ideología y unas circunstancias que le hacen actuar de una manera u otra. Sobre esto hablaba Isaiah Berlin en uno de sus últimos textos “Un mensaje para el siglo XXI”, la ausencia de una sociedad perfecta y la necesidad de equilibrar los valores que cada uno cosidera supremos -y que, habitualmente, no coincidirán- frente a la “voluntad general” y uniforme del pueblo de la que hablaba Rosseau y que tantas atrocidades ha llevado a cometido.
Isaiah Berlin
Por lo tanto no podemos hablar de una soberanía, sino que lo correcto sería hablar de tantas soberanías como personas haya.
Y, sin embargo, la soberanía es, per se, indivisible. No pueden ejercer dos personas diferentes un mismo poder. Cada una tiene su cuota de poder, generalmente pequeña, y lo que se hace es cederla, ya sea a una organización política, a una comunidad o, finalmente, a un Estado. Las personas ceden esa soberanía por la creencia de que otro la ejercerá conforme a sus intereses, y de que este será capaz de lograrlo de forma más eficiente de lo que él mismo lo haría.
Esto diferencia la democracia de cualquier otro sistema político. La democracia es un sistema de consentimiento, frente al sometimiento de otros sistemas en el que el soberano es aquel que tiene poder sobre el resto.
Por lo tanto, la soberanía popular es una ficción -que no una mentira-. No es algo real, pero el hecho de que sea algo aceptado por una amplísima mayoría hace que exista en el imaginario popular.
La democracia es un sistema de consentimiento, y se diferencia del sometimiento porque es voluntario, y esto ocurre por lo antes mencionado, esperas obtener más réditos de los que obtendrías por tu cuenta. Esperas que quien ejerza la soberanía cumpla tus intereses. Pero este va a tener que cumplir los intereses tuyos, y los de millones de personas más, algo imposible de conseguir.
Partimos de la aceptación del pluralismo intrínseco a la democracia, que no existe algo “bueno” para todos, ni una decisión que todo el mundo considere la correcta, pues cada uno tendrá su opinión sobre ella y en muchos casos no coincidirá, ni una decisión que sea la correcta, pues esta no existe debido a las diferentes preferencias e ideales que tiene cada persona. Por el contrario, existen deseos, y negarlo no sería defender la democracia sino utilizar su nombre con otro fin. Ambos conceptos los desarrolla nuevamente Isaiah Berlín en su ensayo “dos conceptos de libertad”
Aceptando la existencia de diferentes deseos y opiniones en la sociedad, la forma de lograr cumplir la “voluntad de todos” es mediante el consenso, renunciar a parte de tus deseos a cambio de que la otra parte acepte en buena medida parte de los tuyos. No podremos tener libertad plena, ni seguridad, ni igualdad. La sociedad más justa será la que sepa combinar los deseos de la sociedad en el grado que haga que la mayor parte de ellos sean compatibles y, a su vez, los valores de esta sociedad se correspondan de la forma más fielmente posible a la población plural a la que representan.
Esto, por supuesto, no se produce en armonía, sino que se da en una lucha de intereses. Todos han cedido su soberanía para que sus intereses sean representados y dado que en democracia todas las personas tienen el mismo derecho a decidir qué sociedad quieren, quien más poder tiene es aquel capaz de convencer a más gente de que su idea es la que más les conviene a todos.
Esto crea rivales con intereses opuestos, que luchan entre sí dentro de unas determinadas reglas de la democracia, por lograr que se cumplan sus intereses logrando el mayor número de partidarios de sus ideas. La aparente contradicción, y donde reside la belleza de la democracia, está en que, quienes han sido rivales y quienes se han enfrentado, finalmente tendrán que pactar, pues la democracia es un sistema de consenso. Si la lucha fuese interminable, si nunca se detuviera para, en función de los resultados, llegar a ese consenso, la democracia no existiría.
Claro, no podemos hablar de una lucha, sino decenas de ellas con los mismos protagonistas. Una lucha en unas elecciones, en la tramitación de una ley, en la ejecución o paralización de un desahucio. Por ello, los rivales van a estar siempre luchando pues esas luchas son innumerables, pero esto no impide que lleguen a acuerdos en ellas, que cierren unas y abran otras. Los rivales siempre lucharán dentro de esas reglas que establece la democracia, pues si las rompen, el sistema entero se desmorona. Además, los rivales deberán guardarse mutuo respeto, que no cariño, pues es lo único que les permitirá alcanzar finalmente ese acuerdo, que es el motivo de la lucha.
Otra de las cosas que hacen que la democracia merezca admiración, es que los rivales y los aliados cambian en cada batalla. En unas elecciones un partido puede ser enemigo de otro, vencerle, disputarle hasta el último voto, y luego ser su aliado al tramitar una ley. Quién sabe cuántas veces más se enfrentarán y cuántas tendrán que aunar esfuerzos.
Soldados ingleses, franceses y alemanes jugando al fútbol el campo de batalla de Flandes en la primera guerra Mundial
Pero no todos son rivales y aliados. La democracia sólo acepta en ella rivales y aliados, pero algunos actúan fuera de la democracia, han decidido no aceptar las reglas que permiten la existencia de esta, no aceptar los valores mínimos que le dan sentido: el pluralismo, el consenso, el respeto a las minorías, el respeto a los rivales y a la propia democracia, aceptar las reglas que esta exige, defender un mínimo de verdad al que no se puede renunciar por seductor que parezca como medio para alcanzar el poder. Esos no son rivales, son enemigos.
Con un enemigo no se llega a acuerdos, no hay consenso al final de la lucha, a un enemigo no se le respeta. Cuando dos enemigos se enfrentan, no lo hacen sólo por lograr sus deseos, sino con el fin de eliminar al otro, pues entienden que la existencia de uno impide la propia. No pueden convivir la democracia y la xenofobia, la persecución de las minorías, la mentira como instrumento.
La mayor fortuna ha sido nuestra gran trampa. En los últimos tiempos habíamos vivido sin enemigos, sino rivales. Todos aceptaban la democracia a pesar de que incluso en ocasiones pudieran haber ido contra sus principios, pero sin ser jamás algo sistemático, y todos ellos creían profundamente que esta era el mejor sistema. Por ello muchos cayeron en lo fácil y atractivo, pero terriblemente dañino, de hacer ver al rival como enemigo, a negar ese consenso final tan necesario, hacer ver la lucha de intereses como una lucha a muerte, convertir al rival en un enemigo irreconciliable. Y eso corrompe toda la democracia.
Ahora todo ha cambiado y ha surgido un riesgo completamente opuesto. Ahora a la democracia le han surgido enemigos por doquier cuyo último fin es acabar con ella. El riesgo que corremos ahora es no saber ver la amenaza que estos suponen, el atrevernos a pactar con ellos acabando así con todos nuestros valores, el aceptar una sola de sus ideas creyendo que puede haber un consenso final, el no entender que, con el enemigo, la lucha no admite sino la supervivencia de uno y la lucha de otro.
El haber mostrado a los rivales como enemigos puede impedirnos distinguir al verdadero enemigo. Hemos creído que la democracia, por ser el sistema más justo, iba a ser el sistema que se mantendría para siempre. Pero estamos viendo que no es así, que los enemigos están venciendo, y que la democracia puede desaparecer. Nos queda actuar y vencer, o ver como aquello que defendemos desaparece.
Si quisiéramos vencer sería conveniente recordar que, frente al enemigo, todos los rivales deberían ser aliados.