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J. Camilo. "El progreso de las humanidades"

Juan Camilo Puentes

Hace algún tiempo, el gobierno japonés a través de su ministro de educación propuso suprimir los programas de artes y humanidades de las universidades y en su defecto, sustituirlos por otros que respondieran mejor a las necesidades económicas de la nación. La noticia generó en su momento una gran preocupación en las esferas académicas y puso en el centro del debate la importancia de estos programas en las sociedades modernas. Si parecía olvidada esta discusión, basta con mirar la propuesta en días pasados del presidente Donald Trump, con la que busca eliminar los presupuestos nacionales para las artes y las humanidades.

Hakubun Shimomura, Ministro de Educación japonés. (Reuters/Kyodo) - Vía El Confidencial


Fijar una posición al respecto resulta apenas obvio. Negar los beneficios que han otorgado las ciencias humanas y las artes –en todas sus expresiones– a la conformación de una sociedad más sensible y equitativa es apenas irrefutable. La prueba se encuentra en una realidad que moderadamente respeta los derechos humanos, la libre expresión de las ideas, y que trata de modificar viejos paradigmas como la concepción biológica del género o las políticas criminales sobre el consumo de drogas. Y qué decir, por ejemplo, de las obras artísticas, literarias y humanísticas que han sido milagrosamente preservadas a lo largo del tiempo, y que nos enseñan desde el pasado a abordar las problemáticas del presente.


Sin embargo, más allá de argumentar los beneficios por sí mismos de la cultura, considero que es conveniente hablar de otros puntos subyacentes, entre ellos la institucionalización de las artes y las humanidades y el significado actual del progreso. En un primer momento, el debate debe responder a la pregunta sobre si es necesaria la incorporación de estas materias en las agendas de instituciones estatales y académicas. La respuesta puede parecer obvia, pero debe analizarse con cuidado. Afirmar que los organismos gubernamentales, las universidades y las escuelas sean los únicos entes encargados de la formación artística y humanística, puede ser un arma de doble filo.


Por supuesto, las iniciativas culturales, la apertura de espacios de discusión y el subsidio a programas académicos deben ser objetivos primordiales de los gobiernos y las instituciones educativas. Pero igualmente, debe comprenderse que nunca estas instituciones por el solo hecho de detentar el poder político y científico pueden llegar a tener el monopolio irrefutable sobre la cultura, imponiendo sus verdades y peor aún, tergiversando expresiones ajenas a las suyas. Más problemático y preocupante que no tener organismos y presupuestos que incentiven las artes y las humanidades puede ser el hecho de que aun teniendo estas herramientas, se discriminen otras manifestaciones culturales, se subvaloren, se rechacen o se consideren inválidas como ocurrió en Alemania hace medio siglo y como puede ocurrir ahora con las iniciativas nacionalistas mundiales, entre ellas, las de Estados Unidos.


Por otra parte, encuentro más grave y preocupante la definición, en términos económicos, que se ha otorgado al concepto de progreso y que considero, funge como la causa principal del estado crítico de la cultura. El motivo de sustituir los programas de artes y humanidades por otros como las ingenierías o las ciencias exactas o el hecho de eliminar los presupuestos destinados a estos rubros para destinarlos a otros de «mayor importancia», demuestran las concepciones utilitaristas de aquello que llamamos progreso, basadas especialmente en la retribución económica, en las ganancias y en los porcentajes. En otras palabras, una idea cuyos beneficios deban ser tangibles, medibles, y verificables por los números.


Aquí es cuando se olvida que la noción de progreso no responde únicamente a factores productivos y que tampoco, puede aplicarse de igual manera en todos los campos. Mal podríamos afirmar, que todo aquello que hoy gozamos haya sido un producto exclusivamente de los procesos económicos, segregando las contribuciones de la filosofía, la literatura o la pintura; o por el contrario, que pretendamos medir el desarrollo de las ciencias humanas y del arte, con el mismo rasero que lo hacen las ciencias puras. Imaginar un mundo sin aquellas disciplinas resulta gravísimo no solo para los directamente implicados (la sociedad en general) sino también para los sistemas democráticos modernos que se alimentan de la discusión humanística, que se nutren de la sensibilidad de las artes, y que en definitiva, sobreviven gracias a las ideas de pensadores que desde hace dos mil años se han preocupado, como diría Hölderlin, por un tiempo mejor y un mundo más bello.


 

Nota: Algunos enlaces que pueden brindar información adicional sobre esta preocupante coyuntura se adjuntan a continuación.


Sobre Japón:




Sobre Estados Unidos:



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